lunes, 4 de febrero de 2013

Amor en cuatro tiempos (Última parte).


Fuck you, you hoe, I don´t want you back.

–Creo que las cosas se están tornando un poco complicadas. Julieta y yo hemos estado un poco distantes y peleando más seguido que de costumbre. Espero que no sea nada grave pero entre mi trabajo y el suyo y sus clases de tejido, y las de baile casi no tenemos tiempo de entablar una conversación seria y duradera para arreglar la situación.
            –Vamos Santiago no te desanimes amigo, apoco vinimos a este bar a lamentarnos. –murmuró el amigo de copas de Santiago mientras mordía quisquillosamente los cacahuates de la mesa.
            –Perdóname querido amigo pero es que no lo puedo evitar. Siento que mi estabilidad emocional está por lo suelos. Es por eso que te pedí que viniésemos a este lugar, pero no quiero enrollarte y transmitirte todas mis desgracias con varias copas de más.
            –Santiago, por favor no pienses así. Para qué son los amigos sino para dar consejos en las buenas y en las malas. No te desanimes. Sabes que puedes confiar en mí. Siempre y cuando te invites las cervezas, claro –bromeó el amigo de Santiago.
            En un anticuado bar del centro de la ciudad, dos amigos se reunieron para convivir entre copas, platicar de diversas situaciones inesperadas y servir de psicólogos privados el uno al otro. La cerveza espumosa sirvió de catalizador de emociones y los consejos espontáneos, de recetas exactas para solucionar los problemas cotidianos que consternaban sus vidas. Las trivialidades y discusiones cíclicas tomaron una importancia significativa mientras el nivel de alcohol en la sangre aumentaba, y el aprecio mutuo simulaba crecer entre mas palmadas en la espalda se diesen los dos. Tras unas horas Santiago se tornó impaciente y mirando su reloj comenzó a desesperarse. Miró hacia todos lados dentro del bar y un nerviosismo lo invadió de la nada tomándolo desde la punta de los pies, hasta el centro del estomago. Pidió la cuenta y sin explicar las razones de su comportamiento se despidió de su amigo y se dirigió tambaleante a su automóvil. Abrió la puerta del carro y al entrar la cerró. Se mantuvo estático con las manos en el volante durante severos minutos, y sin razón aparente comenzó a llorar en silencio. Un chaparrón empezó a hacer presencia en el exterior del coche como si el cielo llorase junto a él comprendiendo sus miedos y pensamientos más profundos. Se secó las lágrimas con un pañuelo y encendió el motor sin pestañear.
            Manejó callado, atento en el camino, con la música del estéreo como ambiente silente de sus pensamientos. Cruzó el segundo piso, diversas calles con nombres irreconocibles y una gran cantidad de semáforos repletos de vendedores ambulantes, limpia parabrisas y vagabundos. Llegó a su hogar, arribó al lugar donde él, su esposa y su pequeña niña vivían para encontrarla totalmente vacía, sin un alma que lo recibiera con un caluroso gesto de bienvenida.
            Se acostó en el sillón y prendió el televisor. Se perdió en programas baratos e hilarantes sobre temas intrascendentales hasta que el aburrimiento lo envolvió por completo, y se vio obligado a subir las escaleras e ir a buscar un libro para matar el tiempo. Atravesó el cuarto repleto de juguetes de su hija, el baño azulado del pasillo y la habitación de él y su esposa hasta llegar a su despacho. Hojeó ciertos libros y cuando uno de tantos lo convenció, lo tomó y se dispuso a regresar a la sala y pasar un rato agradable entre las letras y él. Quizás fue la casualidad, o un mensaje de la divina Providencia que lo obligó a virar la mirada hacia su habitación y entrar para revisarla. Al mirar en la cama notó que su esposa había dejado el celular. Lo recogió y se lo guardó en el bolsillo del pantalón. Bajó las escaleras y se detuvo en la sala. Al sentarse se percató que la lectura del libro comenzaba a perder importancia. Lo que le empezó a carcomer la mente era el celular de Julieta. Deseaba revisarlo, investigarlo, desentrañar los enigmas, la vida más intima de su mujer. Pero no quería invadir lo más oculto de su esposa. Lo pensó una y otra vez. No podía evitarlo, necesitaba saber el contenido del celular. Pensó que si lo revisaba encontraría algo que le ayudaría a mejorar su relación tan enrevesada, tan intrincada; y que sería capaz de solucionar todos los problemas que lo acongojaban, que le revolvían los pensamientos y no le daban un segundo de tranquilidad.
            Sacó el celular de su bolsillo y dio comienzo a la revisión de las fotografías de los viajes por el país, las canciones de artistas populares contemporáneos y los números de contactos que aparecían como catarata por la agenda. No percibió nada fuera de lo común hasta llegar a la única parte que le hacia falta: la de los mensajes de texto.
            La expresión en su rosto se transformó por completo al descubrir la enorme cantidad de mensajes destinados a un solo número. Sin embargo, eso no fue lo que más lo pasmó. Leyó mensaje tras mensaje, hasta que no pudo soportarlo ni un instante más y arrojó el celular con un dejo de desprecio. No podía creer lo que los mensajes decían, no era capaz de entender –o simplemente no quería entender– las palabras digitalizadas en aquél aparato. «Dónde estás querido te estoy esperando», «te necesito a mi lado, Santiago no está en la casa puedes venir», «le dije a Santiago que iría a mis clases de baile, te veo en tu casa».
            Santiago se sintió despreciado, utilizado, menospreciado. Un sentimiento de ira invadió su cuerpo. No podía creer que su esposa lo estuviese engañando y menos de esa forma tan descarada y poco sutil. El deseo ferviente de golpear hasta matar al sujeto con el que Julieta salía lo asaltaba por completo. Quién era aquel bastardo que se acostaba con su mujer. Quién era tan poco hombre como para no mostrar su rostro.
            Tomó el celular del piso y revisó los números hasta encontrar el que más se repetía en la lista de mensajes. Cogió su celular con la otra mano y digitó el número. El beep entrecortado en la bocina le corroía el alma. Esperaba maldecir hasta la eternidad al sujeto que le contestaría del otro lado. Atendieron el celular. Una voz ronca le respondió del otro lado. Santiago no dijo nada, no murmuró nada, no se atrevió a manifestar inconformidad alguna. Colgó.
            Una nube de sentimientos aprehendió su corazón y se desvaneció cayendo en el sofá. Al pasar varios minutos regresó en sí. Se tocó la cabeza en repetidas ocasiones. Conocía la voz, la recordaba. Cómo podría olvidar esa voz ronca, carrasposa y grave que lo había acompañado tantos años de su vida a él y a su madre. Revisó la agenda buscando un número en particular. Lo marcó. Una voz femenina le replicó del otro lado.
–Julieta, habla Santiago. Sé que te molesta que te marque al trabajo. Necesito hablar contigo. Te veo en el café Libertad a las ocho en punto. No llegues tarde.   
 
Alan Santos.