A Martín Cabrera, por el deseo interminable de
ganar miles y no sólo pesos.
El último día de noviembre, cuando el frío creció y
las hojas cayeron al suelo, Mario Canteros salió de su casa con tan solo una
bufanda en el cuello, una chaqueta de cuero negra y miles de ilusiones en los
bolsillos. Se sintió desplazado, solitario como un ermitaño chileno oculto por
los ríos y montañas de la Patagonia. De su boca brotaba un halito que se
percibía por el acrecentado frío que bajaba a la ciudad, helando todo con su
singular paso. Las manos glaciales en los bolsillos de la chaqueta eran arremetidas
por la insoportable frialdad del ambiente, y su cara, pálida y escueta, de la
cual sobresalía su abultado bigote negro, no presentaba signos de alteración
alguna.
¿Qué sintió Mario, qué lo
acongojó, qué lo forzó a sentirte tan desdichado en esta vida tan efímera y
maldita? ¿Es acaso el haber perdido un hijo, criatura tan delicada y diminuta,
precoz e inocente, lo que lo hizo sentirse de esa manera tan terrible? ¿O es
aquella perversa enfermedad, cúmulo de tragedias que le succionó la vida como
un parasito virulento, desgraciado, lo que lo obligó a dirigirse a la desdicha
y la tristeza? Caminó intensamente entre las calles y avenidas del centro de la
ciudad: Lorenzo Boturini, dos pasos y hacia la derecha. Alto. Y vislumbró el
semáforo y los coches pasar con su música estruendosa y canciones populares de
Vicente Fernández, José Alfredo Jiménez y artistas desconocidos pero
inolvidables. Llegó a Bolívar y se desplazó absorto, aletargado. Sus
pensamientos no lo dejaban ni un instante, ni una milésima de segundo para
decir: “Estoy aquí. Aún sigo vivo, no he muerto. O eso quiero creer, eso
pretendo decirme a mí mismo, aunque sé que no es verdad. No soy yo, ni lo
volveré a ser desde que perdí a mi hijo, mi retoño, una de mis razones de ser”.
Arribó después de cruzar una gasolinera el Eje Central Lázaro Cárdenas, y al
maravillarse con la imponente estatua de este singular personaje en un
parquecillo, símbolo de la historia nacional, se sentó en una banquita a
contemplar el girar del mundo, mismo que no se detendría por un ser tan
pequeño, tan diminuto y microscópico, tan Mario Canteros sentado en una
desguarnecida y desierta banqueta de escondrijo.
Colocado sobre el soporte
metálico del asiento, después de reflexionarlo miles de veces en el espejo del
baño, decidió, con la velocidad de una centella, que no moriría en un aburrido
y grisáceo cuarto de hospital. “Me compré una moto”, recordó haberle dicho a su
esposa, “me voy a rodarla hasta que me acabe las ruedas”, dijo poco antes de
salir calladamente de su hogar. Debajo de la estatua, con la sensación de estar
liberándose de las aprensivas ataduras de la vida, el moribundo hombre tomó la
decisión más complicada e inexplicable de su vida. Al menos inexplicable para
todo aquel que prefiere quedarse acostado a esperar la muerte.
Divisó una silueta
acercándose a la distancia, recorriendo Ángel de la Peña como una ráfaga veloz
y desesperada. Un runrún aleteó aproximándose a la dehesa. Y en el momento en
el que se detuvo, justo en frente de Mario, el destino se había sellado con las
marcas de los neumáticos en el pavimento.
“Mario,
aquí tengo tu cachivache”, declaró la voz amigable de Javier Santana, amigo inseparable
de su infancia. “Gracias, amigo mío. Te debo una”, contestó Mario, tomando
deprisa las llaves del vehículo de dos ruedas y montándose en él, poseído por
el deseo incontenible de la libertad motorizada. “A dónde vas”, preguntó Javier. “A
encontrarme con el significado de mi existencia, camarada”, dijo Mario con una
voz opacada, venida a menos por el atronador ruido del motor de la motocicleta.
El motorista se colocó con prontitud el casco, un par de guantes negros deslavados y con una
afable señal se despidió de su amigo, quizás para siempre, entre las calles del
centro de la ciudad, lugar de tragedias y donde los motociclistas como Mario
Canteros, al igual que Mario Canteros, corren libres con la ventisca del otoño.
Alan Santos.