La última vez que lo vi era durazno, hoy es tan distinto que no puedo reconocerlo. Aunque aún conserva su esencia: mejillas color durazno, labios suaves como su piel aterciopelada, ojos cafés como su hueso; aseguro que sigue siendo un durazno. No entiendo como pasó, pero dejó de ser el fruto tan dulce que fue al crecer en el árbol.
Todo comenzó con un hueso café, arrugado; lo sembré en el parque de la colonia con la ilusión de verlo crecer y comer de él. Todos los días, en la tarde, iba a regarlo entusiastamente esperando que creciera, que su sombra me cubriera del sol durante el verano. Los días lluviosos eran los más tristes, mi papá no me dejaba ir a regarlo “con el agua de la lluvia basta” me decía.
Al paso del tiempo, el árbol fue creciendo, pero tuvieron que pasar más de diez años para que comenzara a formar un solo fruto. Comenzaba a desilusionarme, la esperanza se iba día con día al no ver señas de fruto alguno; sólo algunas flores rosas, pálidas. Cuando finalmente comencé a ver los botones de fruta quedé impactada y más porque fue una gestación muy extraña, sí, gestación porque pasaron nueve meses para que el durazno por fin cayera del árbol.
Esperaba con ansias ese día, por fin iba a poder comer el primer fruto del árbol que había sembrado casi once años antes. Cuando vi que el durazno estaba a punto de caer, decidí dormir en el parque. Puse mi almohada recargada en el tronco del árbol y me cubrí con una manta. A mitad de la noche, un 21 de marzo, el fruto cayó. Mi durazno llegó junto con la primavera, pero antes de tocar el suelo se convirtió en hombre.
En qué clase de sueño estaba metida. Mi lógica no estaba bien, ¿cómo es que un árbol de durazno había procreado a un hombre? La situación era muy extraña; las plantas dan plantas o frutos, nunca humanos. A estas alturas ya no había nada que hacer, sólo aceptar lo sucedido. ¿Un nuevo amigo? ¿Un fruto con forma de hombre? O acaso ¿el amor de mi vida? No quería precipitarme a nada y no sabía que debía hacer.
Comenzamos a hablar y decidí explicarle lo que me tenía tan desconcertada, él lo entendió y me dio un abrazo para tranquilizarme. Jamás podré olvidar la sensación que tuve; no quería soltarlo, era tan suave y dulce como un durazno. Enamoraría a cualquiera que tocara, yo fui la primera, pero debí tener cuidado; dicen que nada es eterno y él fue tan fugaz que aún no lo olvido.
Creció en un durazno y aunque creció como hombre, nunca dejó de ser tan fugaz como un fruto. Duró lo que duran las frutas en el frutero, a lo mucho 2 meses. Y así desapareció sin pensar en lo enamorada que estaba, en la falta que me haría con su ausencia. Recogí el hueso que dejó y lo sembré. La última vez que lo vi era durazno, hoy es tan distinto que no puedo reconocerlo.
Por Mariela Flores Aguilar.