Al señor Sánchez le fascina el poder. Tanto
es así que para obtenerlo de forma contundente, convocadas las elecciones en su
pequeño país, con una victoria electoral apabullante consolidó poco después un régimen
dictatorial. Las tensiones tras esta acción crecieron de una forma tan catastrófica,
que las clases medias estuvieron a punto de iniciar una revolución armados con
botellas de vidrio, palos de beisbol y estandartes de libertad ferviente.
Sánchez
apaciguó la incertidumbre cooptando a algunos dirigentes del movimiento
incendiario, mientras que los hombres y mujeres que se negaban a ser
corrompidos, eran asesinados o desaparecidos misteriosamente en hoteles
baratos, restaurantes de comida tradicional, o en eventos culturales
promocionados por los intelectuales comprados por el sistema. No dejaban huella
alguna, más que fantasmagóricos quejidos que sólo eran oídos por los niños
pobres de cinco años o más.
Sánchez
sonrió desde su balcón presidencial. Su plan había salido a la perfección.
Eliminar a los disidentes era uno de sus objetivos principales. Su séquito de
lame botas susurraba en silencio a sus espaldas. Se escucharon pasos
provenientes del pasillo. Uno. Dos. Tres. Alto. Lo buscaban los banqueros y
empresarios más importantes del país. Un subordinado entreabrió la puerta. «Señor Presidente, lo
buscan el señor López, dueño de la empresa tabacalera; el señor Fernández
Preciado, presidente ejecutivo en
nuestro país de la corporación multinacional de refresco; el señor Gutiérrez Santamaría,
accionista mayoritario de la institución bancaria “el Banco del Pueblo”, y
algunos destacados empresarios más». El señor Sánchez
admiró por el enorme ventanal de su despacho la arquitectura colonial; los
edificios barrocos que resaltaban con el paisaje de urbanización de la capital
de su patria. Le dio una gran fumada a su cigarrillo casero. «Hazlos entrar
Ignacio. Prepara varias tazas de café. Los señores y yo tenemos muchas cosas de
que hablar».
Alan Santos.
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