De vez en cuando, de noche sonaba un silbato. Un día acostado en mi cama escuché a lo lejos un sonido agudo y penetrante que llenó la habitación con un eco ensordecedor; me levanté en seguida y moviendo mi pesado cuerpo, me envolví en la penumbra y me aproximé a la pared más cercana. Pegué mi oreja al concreto y con sorpresa llegó a mí sentir un sonido melodioso y rítmico, capaz de mantenerme allí envuelto por lo menos cuarenta y cinco minutos. Escuché el canto que cuarenta años después alcancé a distinguir en una mujer, me lo decía todo y de todas las formas posibles; con besos en la boca, con pinceladas en la espalda, con abrazos en el cuerpo y besos varios.
Caí. Caí rotundamente en el sueño y en el canto de sirena que escuchaba a través de esa mujer, justo de la misma manera que hace cuarenta años, cuando terminaba de jugar con la mente y mis manos, y pegaba como un idiota periodista a la pared de concreto televisivo mi suave oído.
Una mujer que de pronto decía que sí y después decía que me saliera de su pieza y apagara la luz cuando estuviera fuera; a veces ponía su oreja en la pared para poder escuchar el canto, pero yo le repetía una y otra vez que a veces uno tenía que esperar uno o dos años a las sirenas que no siempre estaban a la disposición de cualquiera. Ni una vez pudo disentir el notable aullido marítimo que endulzaba los oídos, el párpado y el sexo.
Era una mujer que lo creía casi todo, podía contar cien historias juntas sobre distintas civilización fantásticas o no, podía hacer que mi cuerpo vibrara y sobre todo, podía pegar su oído a la pared por más de cincuenta minutos, un años, dos ó lo que fuera necesario. Pasábamos la tarde leyendo y mirando hacia abajo sentados en el balcón. A veces nos veíamos y otras veíamos a otros que caminaban cerca de nuestra conversación.
Un día me dijo: “José, quiero un gato”, pero Aurelia eres alérgica a los gatos, no podemos tenerlo aquí en la casa; no me interesa, replicaba, quiero uno grande para aprender a observar como ellos y para caminar sigilosamente en la calle, hablar con ellos y seguirlos durante la noche. No pude disuadirla, me besó en plena argumentación, fue su mejor arma, creo.
Un martes llego el gato, uno grande, gordo, negro y con unos profundos ojos amarillos. En cuanto lo dejamos dar sus primeros pasos en el departamento corrió hacia la pared de concreto y no se movió de ahí en seis días; maullaba y rascaba con desesperación durante la noche y velaba su sitio recién descubierto durante el día. Cuando pasábamos cerca, bufaba, lanzaba manotazos y erizaba los pelos del lomo hasta que saliéramos corriendo del lugar. La noche del séptimo día, Mefistófeles, así le pusimos, subió a nuestra cama y se colocó detrás de la cabeza de Aurelia, me quedé toda la noche observando aquella escena que parecía inusual y a la vez adorable; quería que mi esposa tuviera un gato sobre su cabeza todo el tiempo. Hasta le diseñé un sombrero con forma de Mefistófeles para que lo usara cuando saliera a la calle, pero ella se negó firmemente, dijo; No, jamás, la gente diría que hace una mujer con un gato arriba de su cabeza y, sabes que odio cuando hablan de mi cabeza.
Los meses pasaron con Aurelia y José metidos en la cama diseñando lugares y planes, con Mefistófeles pegado a la pared haciendo un verdadero escándalo y junto con sus amigos gatos (más de cinco) orquestaban una filarmónica frente a la pared. El gato tuvo otra época donde se refugiaba en el cabello de Aurelia, ella lo aceptaba con gusto con la condición de acordar con las ratas que allí también se alojaban, un trato justo de vivencia tranquila y cordial. En todos esos meses, ella no salía para nada se quedaba encerrada en la habitación, no salía al café, ni a la calle ni a la cama. Tomé la decisión mientras tomaba el desayuno; tenía que sacar a Mefistófeles de Aurelia. Llegue a casa con la intención homicida descarnada y cuál fue mi sorpresa al encontrar de nueva cuenta al gato gordo y negro rasguñando y maullando en la pared. Aurelia dormía acostada en el sillón, en el piso había un libro y un elegante plato de restos de comida, me acerqué y le conté al oído una de las cien historias que me había contado y caí enamorado y por supuesto, dormido junto a ella.
A la mañana siguiente, desperté con ánimos de acariciarle el lomo y bigotes a Mefistófeles, me levante, besé la frente de la mujer que allí acostada permanecía en espera del mismo. Caminé hacia la pared donde observé una multitud gatuna alrededor de lo que parecía mi gato, me aproximé y aparté a los mininos que estaban ahí reunidos, felinos que terminaron por largarse. Me arrodillé junto a Mefistófeles y lo acaricié, estaba muerto, me acosté de nueva cuenta y, al igual que antes caí enamorado y por supuesto, dormido junto a él.
Después de contarle la noticia ella se encerró en el balcón por más de un mes, lloraba desconsoladamente, desayunaba poco y me besaba poco, yo, del otro lado de la puerta le cantaba como las sirenas me decían y le contaba historias pero no, no salió, nunca salió, bueno yo no recuerdo haberla visto. Después de un largo sueño de espera me encontré con una carta que se había deslizado por debajo de la puerta. A continuación la desgloso con lo que me queda.
Me harté, un día le propuse a Rodolfo Martínez Heredia que viniera a tomarse un algo y por allá conversas acerca de la coyuntura y el café, del movimiento y el vino, y siempre terminábamos hablando de Enriquito y la chingada. Terminabas y me decía que faltaba algo, azúcar, creo decías. Pues allá en la pieza de Ana está todo, entrabas y no salías después de un lapso prolongado. Cuando salías, estabas exhausto para terminar la plática agendada.
Terminábamos casi siempre entrada la noche, después de hablar comenzábamos a escuchar. Lo hacíamos en secreto, Ana no sabía casi nada acerca de nuestra actividad marítima, nos poníamos a escuchar a las sirenas y ella pensaba que éramos idiotas. No queríamos quela gente se enterara de nuestro secreto, que hasta ahora nos parecía maravilloso y de igual manera nos mantenía unidos a una especie de pacto entre caballeros que sólo podría ser cancelado con una estocada en el pecho (de lado izquierdo).
Habíamos peleado, batallado y librado la batalla final hasta el cansancio, era evidente, no podíamos romper los lazos. Nos habíamos vuelto charolastras, amigos y por fin hermanos. No nos importaban ya, ni Ana ni el vino, ni Díaz, ni nada de nada. Sólo al final estaba sobre todas las cosas, el canto de aquellas sirenas.
Alguna mañana, comía besos en el desayuno. Ana me acompañaba, mezclábamos vino, fresas o mandarinas dulces; Me llamaste para decirme que venías con García, Sánchez y Ruiz para escuchar el canto. Quieren cantar, me dijiste.
Ana me tomó de las manos y se alejó al balcón. En seguida escuché un silbato que me dirigió a la pared. Grité: Ana, Ana, ven rápido, apresúrate por favor. Llegó y yacía tirado en el suelo con un hilo de sangre en las orejas y la pared gritando la tragedia, el concreto contándole a Ana lo sucedido. Poco supe, supe que yacía sin vida en el piso de mi propio apartamento, sin vida con las orejas ensangrentadas en mi piso de la calle Congreso.
Nadie ni nada llegó, sólo la muerte de Ana que llegó pronto. Días después, tras el clamor del fin del otoño y al clarear del sol de un diecinueve de Noviembre del 95 se dejaba caer del mismo edificio. La noche anterior, me enteré por tu carta que el amor de mi vida, la mujer que vive dentro de mí; había escuchado el canto de las sirenas. Dejó un papel arrugado bajo su almohada, una carta con pocas palabras.
José:
Este canto es tuyo y mío, se toca en esta tierra. Lo cantaremos con deseo, sea cual sea su valor.
Lo perdido, perdido está, no podremos recobrar lo que se llevó el diluvio. Pero eres mi felicidad y te amo más que a mi sangre.
Las olas rompen sobre mí, mientras estoy en la arena esperando a que tú llegues y me tomes de la mano. Cuelgas flores entre las ventanas que dan a la mar donde se deslizan deliciosas sirenas que cantan la sangre tuya.
AureliAna (Desde la pared)
Por José Emilio Hernández Martín
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