Me desperté como de costumbre a las seis de la mañana. El bullicio
capitalino me levantó como todos los
días: con sus cláxones, gritos desenfrenados, y ruidos intermitentes de automóviles al pasar. Runrún runrún se
escuchaba por mi ventana. Entré al baño aletargado y con una delicadeza y
suavidad irresistible, acaricie los bordes de la llave que abrió como un
chasquido, la regadera. De ella brotó un líquido frío que se fue matizando
hasta volverse caliente, abrasador. Me sumergí en él y descubrí la profundidad
de mis pensamientos bajo la lluvia cálida que escurría por mi cara hasta chocar
y disiparse en el suelo. Como un androide que se mueve automáticamente, fui
limpiando, enjuagando y frotando todas y cada una de las partes de mi cuerpo.
El jabón rechinaba pulcro contra mi espalda. El shampoo de frutas se deslizaba
por mis cabellos. Y al terminar de asearme, sequé mi figura con la docilidad de
un gato siamés.
Me recosté perdiéndome en
la oscuridad de mis parpados, hasta que los ladridos de un perro me hicieron
reaccionar como un transeúnte que ha sido sorprendido por un intrépido ladrón.
Bajé las escaleras de la casa asimilando el caminar de un zombi, y me serví
veloz un plato con cereal y algunos pedazos de plátano cortado. Comí desganado
la sustancia sin sabor, admirando el tic toc del reloj que me indicaba que mi
tiempo se reducía a pasos agigantados. Dejé los platos en su lugar. Tomé un
poco de jugo de naranja, y cogí mi portafolios café cual bólido hasta arribar a
la puerta. La abrí; y la puerta crujió. Se escuchó un chillido demencial y la
cerré tras de mí, implorando llegar a tiempo a mi destino: la insoportable y
eterna parada del bus.
Corrí azuzado a la parada,
y me detuve al perder el aliento frente a una señora oronda y más inmensa que
el mundo. La miré con recelo y sorpresa, y ella lanzó una oteada de
desconsuelo. Nos sentamos, juntos, sobre las frías banquitas de metal de la
parada, y aguardamos la llegada del transporte colectivo de nuestros anhelos.
Observé las apariciones repentinas de varios autobuses que se dirijían a mi
destino, pero, en ellos brotaba un problema: iban tan llenos de gente, de masa
humana, que las personas salían de las ventanas como cascada. Mi angustia incrementó
al observar el mismo patrón una y otra vez. Un autobús, dos, tres, quizás el
cuarto se dirigía a otro destino, cinco. Me conmocioné. Los nervios treparon hasta mis orejas. Y las
ganas de que el mundo me tragara y que apareciera por arte de magia frente a mi
oficina saludando a mi jefe como el lame botas que a veces soy, me desconcertó.
El mundo giró infinitas veces. Hasta que un sentimiento de alegría me invadió
al observar un solitario autobús apareciéndose en la otra esquina. Se acercó
raudo a la parada, y cuando estuve a punto de tocar la puerta y darle al señor
el dinero de mi viaje, la obesa señora se me adelantó y con su terrible masa
acaparó todo el espacio sobrante. Lo peor fue la respuesta del chofer ante mi situación tan adversa. “Híjole joven, ya no cabe nadie más. Tendrá que esperar
el siguiente”, dijo el maldito. “No se preocupe que ahorita vienen varios más
de la base” expresó después de verme tan abatido. “Jódete, maldito imbécil”,
respondí iracundo, levantando el dedo cordial de mi mando derecha, y bajando
del transporte despechado, a esperar en la parada al siguiente autobús que me
transporte a mi destino, sin la odiosa necesidad de compartir espacio, con una
gorda inmunda que me respire en la nuca.
Alan Santos.
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