El intelectual de la época, Girón, caminaba despacio por
aquella calle y aquella noche cuales serían -aún sin saberlo- relativamente
importantes en su vida por siempre. No
sin asombrarse, Girón apartó su nublada vista del camino al notar cierto bulto
cercano a él. A su izquierda, pues, descansaba un anciano de inusual -cabe
destacar- aspecto. La noche era muy fría, y Girón no andaba merodeando cubierto
con suéter alguno. Será, tal vez, que este frío tan impregnado hasta sus huesos
fuera el culpable de su intencionado acercamiento.
-Buenas noches -dijo, dirigiendo el cálido saludo al
anciano-.
No hubo respuesta. “¿Estará bien?” “¿Me alejo?”
“¿Necesitará ayuda?” Girón no solía pensar demasiado, y sin ser esta la
excepción, dejó de pronto sus pensamientos para avanzar en su camino. “¡En
fin!”, murmuró para sí y comenzó a retomar el rumbo previo de su nublada vista.
-Buenas noches- dijo una inusual voz-.
Girón se detuvo helado. Será por el frío, o por el
extraño tono de aquella respuesta cual -ya hundido él en sus pensares y
pesares- no entendía si el posible remitente era aquel anciano o no lo era.
Volteó, y el bulto no radicaba allí. “¿Qué diablos?”, se dijo.
-¿Buenas noches? ¿Quién habla? ¿En dónde está usted?
-preguntó casi aturdido y sin moverse, Girón-.
-Hablo, soy yo. Estoy, aquí estoy. Mire detrás -respondieron-.
Girón volteó su cuerpo de inmediato.
-No lo miro. ¿Dónde está? ¿A qué juega? Me iré ya...
-Se irá ya, me dice. Cúmplalo y verá.
-¿Veré? ¡Pero si lo que deseo es ver! Déjeme verle, que una
vez le vi ya. ¡Por ello le saludé en un inicio! -exclamó Girón, moviendo su
cuerpo en direcciones todas-.
Y apareció, mas no era anciano, sino un joven
enmascarado.
Girón rió. El aspecto -aún enmascarado, y con más razón
por esto- del joven le recordaba a cierto maestro suyo de la infancia. Aquellos
años habían sido los más tristes y obscuros de su vida hasta aquella noche, y
no deseaba sumarle uno más a ellos de su presente vida.
-¿Es usted...? ¿Es acaso...? No, ¡esto es irreal! ¿Estaré
soñando?
-Uno siempre está soñando, mi querido Girón. ¿Acaso es
que no has entendido aún la variedad del suceso onírico? -sonrió el maestro-
¿Acaso habré de enseñarte una vez más lo que es el sueño, cual más no es que el
propio instinto sabio?
-Pero, ¡vaya! Sí que es usted. Pero ¡imposible, no!
¡Imposible! Se mira idéntico a hace veinte años. ¿Será que el tiempo no se ha
ocupado de usted? Me miro incluso yo más viejo ahora. ¿Quién lo diría? ¡Es
usted un come-años!
-Comer años es mi más delicioso placer al tacto. Ven, ¿quieres
entender mi mayor secreto? ¿Quieres entender aquel secreto que el tiempo no ha
podido -y jamás podrá- erradicar?
-Sí, quiero. Enséñeme, y si es necesario enséñeme de
nuevo.
Caminaron entonces hacia la gran avenida que se abría al
fin de aquella calle. Allí las luces no enternecían, y alumbraban como Dios les
ha mandado a hacer por siempre. Llegaron
al cruce, y el maestro aún poco alumbrado sonrió a Girón. Después señaló hacia
el suelo próximo, en donde las líneas divisorias del pavimento indicaban. Girón
enfocaba su vista tras los lentes gruesos que traía puestos, mas nada miraba de
interesante.
-¿Cuál secreto? Aquí no hay nada, maestro.
-Fíjate bien, fíjate mejor -le respondió al tiempo mismo
que le ponía la máscara suya a Girón sin éste poder oponerse-.
Y entonces miró. Aquel bulto que había visto
anteriormente se encontraba en medio del camino horizontal, en medio del cruce
dividido por líneas amarillas. Intentó entonces voltear a mirar los ojos del
maestro, mas esto no le fue posible. Algo en su cuello no lo permitió.
-¿Qué sucede? -gritó Girón- ¿Por qué no puedo mirarlo,
maestro?
-Porque no soy yo ya a quien miras realmente. Fíjate
bien, fíjate mejor. ¿Qué miras? ¡Pero abre los ojos, muchacho! ¿De qué te sirve
tener otro rostro ahora si no miras mejor?
-No miro nada. Miro un bulto que no tiene movilidad.
-Muévelo, si quieres.
-¿Cómo?
-Mueve un pie.
Girón rió fuerte. “¿Un pie? Este maestro perdió la
cordura ahora. Mejor me largo de aquí”, se dijo. Y, entonces, al mover su pie
derecho para retornar aquel bulto cayó encima suyo.
-¡Quítemelo! ¡Quítemelo! ¡Quítemelo! ¡Quítemelo! -exclamó
Girón, desesperado-.
-¡Mueve tu otro pie, Girón!
Y lo movió. El bulto cayó lejos y nuevamente permanecía a
mitad del camino dividido por líneas amarillas.
-Ay, Girón. Antes eras un niño bueno que podía mirar, que
podía mirar mejor. ¿Qué te ha sucedido? ¿Son esas barbas tuyas? ¿Qué sucede,
Girón? ¿Te explico, entonces? Muy bien, a ver -comenzó el maestro- aquel bulto
no es más que mi esqueleto. Sí, mi esqueleto. Ay, Girón, escucha. ¿Qué te quite
la máscara para que puedas mirarme de nuevo? Espera un momento, Girón, ¡espera
y escucha! Entenderás que las bellas promesas son bellas por siempre, ¿no es
así? Bien, pues yo hice una. Y mi esqueleto entonces bailó lejos de mi para
hacerme juramento. Yo ya no necesitaba de él, pues mi cuerpo era ya
insuficiente. Sí, insuficiente. No, Girón, ¡escucha, que no he perdido mi
cordura! Mi cuerpo, pues, mi esqueleto bailó por unos días y entonces me
devolvió mi máscara -aquella con que siempre me habías mirado-. Mi esqueleto
nunca volverá, pues para todos ha de parecer bulto y para mi secreto. Es ese el
secreto, pues, Girón. El secreto que el tiempo no podrá erradicar jamás. El
precio a pagar por una promesa es el cuerpo mas nunca el alma o el ser, Girón.
El tiempo se eleva todo, y no desciende nuevamente aún le ruegues hacerlo.
¿Recuerdas a mi mujer, Girón? Bueno, ella es mi promesa. Yo no estoy vivo aquí,
Girón. Estoy con ella. Ella murió cuando aún era maestro tuyo en aquella
escuela, mas nunca nadie lo supo en ese entonces. Ella murió y mi bella promesa
fue alcanzarle al tiempo en ella. Rescaté sus hermosas sonrisas y me fui con
ella. Ahora te toca a ti, querido Girón. Has de sobrellevar la comparación y no
dilapidar tu tiempo aquí. Has de hacer una bella promesa, Girón. Entonces tu
cuerpo será un bulto, y no más ella.
Por Lucie Lou
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