1992.
Y se desata la juerga en la ciudad de Río de Janeiro. El carnaval ha
llegado con variados y gustosos ritmos de samba, axé y swinguera celebres que
deleitan a los incautos visitantes y la gente que está acostumbrada a la fiesta
nacional. Las personas zapatean, se divierten, la pasan bien entre canticos
ajenos y danzas misteriosas. Y dentro de los blocos el retumbar de los timbales
y tambores, hace eco entre las casas y edificios. La jungla de concreto y luces
se llena de vida, de fantasías y personas que bailotean desenfrenadas por las gigantescas
avenidas y vericuetos más estrechos de la ciudad. En las calles se respira el
olor a bebidas alcohólicas; bebidas exóticas y embriagantes, que obligan a sus
consumidores a cantar canciones que no conocen. A deleitarse con mujeres
extravagantes. La libertad se vive en su máxima expresión, como si los límites
de la moralidad y la decencia nunca hubiesen existido. El sexo se respira como
algo cotidiano. Y las parejas de enamorados y desconocidos inundan los
burdeles, los coches de sonido, y las avenidas y aceras públicas de Janeiro.
Sin embargo, bajo la
sensualidad de los encuentros casuales, sobre la avenida presidente Vargas,
yace un cuerpo inanimado. Un mulato sin zapatos ha sido asesinado sin razón
aparente. Con la verga de fuera y una cara de satisfacción inmutable, los
curiosos lo encuentran desangrado en el piso. Una patrulla se acerca para
disipar a los fisgones y entrometidos. La fiesta sigue, se acrecienta, cobra
fuerza. La muerte de un pobre hombre no es suficiente para detener el furor
desmedido de la verbena popular. El Cristo Redentor luce impresionante bajo el
cielo estrellado. Vigila la ciudad, ecuánime, imponente.
Alan Santos.
1 comentario:
Me gusto mucho, me recordaste el estilo poético del escritor uruguayo Eduardo Galeano.
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