Un señor de ásperas canas
y mirada cansada caminó por las calles del centro de su ciudad sin preocupación,
silbando con soltura una canción popular
de su tierra árida y canicular. Al vislumbrar la esquina de una calle y seguirse
de largo, olvidó, como un infante descuidado, mirar hacia ambos lados antes de cruzarla.
Un automóvil rojo y deslumbrante, con un conductor distraído que acababa de
salir huyendo de su casa por un pleito épico con su mujer, se agachó por un
instante para prender un cigarrillo sin filtro, y arrolló al señor con
embestida brutal. El cuerpo de aquél hombre voló por los cielos hasta caer, atraído
por la fuerza que ejerce la tierra sobre los objetos, contra la acera grisácea
de la calle. Un tumulto de curiosos se acercó espantado al automóvil asesino por el espectáculo acontecido,
sin embargo el señor, que yacía tirado en el suelo, abrió los ojos y al contemplar
a toda la gente a su alrededor emitió un gemido y se levantó sorprendido sin
rasguño alguno. Los demás seres curiosos lo admiraron asombrados.
El señor de ásperas canas recogió sus lentes con
movimientos sutiles, y al colocarlos en sus ojos, admiró a detalle la figura
siniestra de la muerte que lo señalaba con el dedo. “Te he dejado escoger esta
ocasión”, dijo la muerte, “de ti depende, quieres seguir viviendo o te llevo conmigo
para que le hagas compañía a tus padres”, concluyó con rauda voz. “Quiero
seguir viviendo”, dijo el hombre canoso, “no planeo irme todavía. Aún tengo
tanto que hacer”, aseveró mientras se limpiaba el polvo y la tierra del
pantalón. “Asumirás las consecuencias de quedarte más tiempo del que debes”,
respondió la muerte; y tras estas palabras, aquella sombra siniestra desapareció escondiéndose
entre la multitud que caminaba absorta por la banqueta, buscando como cazador
otra víctima inocente que pretenda huir de sus temibles fauces.
El hombre regresó a su casa, contento por haber
sobrevivido a tal accidente. Abrió la puerta de su apartamento y cuando
pretendía darle un beso de buenas noches a su esposa que se encontraba
recostada en la cama, los labios se le helaron y exteriorizó una sensación terrible
que emanaba de sus entrañas. Su esposa había muerto de un infarto pocas horas antes de su
llegada. Una nota terrible se leía sobre una repisa: “asume las consecuencias”,
decía el recado. Vaya sorpresa se llevó el señor de ásperas canas y mirada
cansada.
Alan Santos.
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