Al señor Sánchez,
presidente de la república, dictador omnipresente del pueblo, le fascina dar
discursos públicos sobre las acciones de gobierno, los valores inherentes del Estado
y sobre el camino que se ha trazado en torno al progreso y al desarrollo de la
nación. Su residencia, imponente palacio de grandes ventanales bordeados por
cortinas de seda cuyas orillas puntiagudas y suaves relucían líneas delgadas de
oro; y las habitaciones, muebles de
terciopelo importados de alguna ciudad templada del mediterráneo, probablemente
de Francia o de España, con vajillas de
plata y demás utensilios domésticos de porcelana, demostraban la clase privilegiada
y ostentosa de la que el señor presidente era el principal líder. La
servidumbre se paseaba por el palacio con gracia y delicadeza: si su presencia
era requerida se oía una campana resonando en algún cuarto oscuro, y las
muchachas y hombres al servicio de la familia presidencial, se deslizaban con
pies de siervos como si estuviesen en la pradera, hasta satisfacer las necesidades
portentosas de las y los señores pertenecientes a la estirpe del jefe del ejercito
y cabeza del ejecutivo.
“Señoras y señores, hombres de buena voluntad
pertenecientes a esta gran nación americana”, dijo el señor Sánchez al hablar
desde su balcón y admirar a la multitud enardecida que gritaba desde abajo, “es
para mi un honor dirigirme a ustedes como presidente de la republica, como líder
del ejecutivo, haciendo honor a mis antecesores, los cuales velaron por el
interés del pueblo y por salvaguardar las instituciones públicas de nuestro país,
que como cabeza de este país noble y soberano, reconozco desde siempre mi
obligación moral de velar por los intereses de todos los ciudadanos, por generar los empleos
necesarios para todos, por garantizar la educación…”. Mientras hablaba por el micrófono
del balcón, la gente desde el otro lado, desde la gran plaza de origen colonial
y majestuosidad barroca escuchaba atenta las palabras del presidente. Los
sonidos que emanaban de su boca de forma articulada, sus gestos de hombre
decidido, sus movimientos corporales con vaivén estruendoso, se mostraban
contundentes y certeros al hablar del rumbo que su patria habría de seguir. ¿O
no? ¿Por qué habría de mentirle el señor Presidente al pueblo? ¿Por qué no habría
de hacerlo? Hablaba de salvaguardar el interés del pueblo ¿Era verdad? ¿O era
un truco, una estratagema vacía, uno de los muchos discursos sin sentido que el
señor Sánchez ha dado y que no han pretendido mostrar la realidad social?
Corrupción, desconfianza en las instituciones, nepotismo, empleomanía ¿No son
también males que se deben erradicar?
Los cuestionamientos fluían como una lluvia torrencial
sobre las cabezas de los disidentes del régimen, que escuchaban impotentes el
discurso presidencial desde sus establecimientos públicos, hogares, o desde las
calles mientras portaban sus audífonos de marcas internacionales y reconocidas,
en el tráfico capitalino que se extiende por corredores y corredores
interminables donde el sol quemaba y hacía sudar las carnes de la multitud que
coreaba el nombre del señor Sánchez en la plaza. Sin embargo, como respaldo de
aquél discurso vehemente, de los vocablos expresados con parsimonia, el régimen
vivía momentos interesantes: la economía comenzaba a crecer de forma clara, las
condiciones de vida de muchas familias parecían mejorar y las barrigas de los
niños que corrían descalzos por los campos de cultivo devastados y olvidados
parecían llenarse. ¿Era la estabilidad económica y el desarrollo más importante
que la libertad y la democracia? La genta decía que sí sin decirlo, gritando
bajo las campanas de la catedral, muy cerca del palacio legislativo, el nombre
del hombre que los había llevado al progreso.
Y con
un apabullante: “Y agradezco al pueblo de este gran país americano, haberme
escogido como su representante, como aquél encargado de hacer valer las leyes y
las normas que mantienen la seguridad de todos los ciudadanos. Que viva nuestro
país, que vivan sus habitantes, que vivan las instituciones. Muchas gracias
pueblo soberano, por escuchar mis palabras”, el presidente se consagraba una
vez más y la gente lo apoyaba con chiflidos al ondear sus banderas de colores brillantes.
Las señoras gigantescas gritaban como locas y sus voces hacían un eco sobrenatural
que retumbaba entre las ramblas, y los hombres bebían y fumaban, guardándose
para sí alientos y proclamaciones para el presidente: “este es el bueno” susurraban; y los niños de grandes
labios y cachetes rosados correteaban por la plaza sin comprender nada, desentendiéndose
por completo de la política y sus actores, porque era más divertido, mucho más entretenido soñar e
imaginar. Vivir en mundos alternos, llenos de piratas y tesoros, de vaqueros y caballeros,
todo menos que en la realidad. Alejarse de esa lastimera existencia repleta de discursos
y palabrerías del hombre que controlaba todo lo que se llegue a encontrar
dentro de los límites de aquél Estado dictatorial sin nombre, de aquél rincón del mundo que se escondía sutilmente entre recónditas selvas y
misteriosos arrecifes.
Alan Santos.
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