viernes, 18 de mayo de 2012

(El paraíso del escritor ó) Un lugar para enamorarse


En caso de duda, acelere.

La segunda vez que vas a un lugar como ése, las impresiones cambian. Ya no camina la mujer alta en tacones de aguja, ni resuenan sus pasos en las calles vacías. El bar de vino tinto y jamón serrano sin abrir, sin él subiéndole la cremallera a ella; de una chamarra que desatiende a su vestido negro. Faltan la sonrisa y el suave beso encariñado. No está esa pareja de extranjeros, que tan ávida y elocuentemente discuten del amor y el arte con voces aguardentosas. El salón de fiestas que celebró una boda y un nuevo amor. El padrino, asumo por su traje, y una bella mujer de pelo corto salen riendo. Él con una botella de champaña y ella con dos copas disparejas. Se ríen y se besan. Tampoco están los novios, paseando en esas bicicletas dobles que solo aparecen en las películas. El restaurante de tradición abierto, pero sin el estruendo del mariachi de aquella noche solitaria.

Marianna tiene el pelo negro y largo, parecía estar descuidado, pero lo sedoso de su tacto desmentía la apariencia. Me mira con esos ojos que parecen ventanas, tanto como la boca, que ocupa la mitad de su cara. Ella decidió besarme, no sé cuándo ni me lo quiso decir.
-No te escucho nada, me mintió de puntitas y al oído.
Le pregunté si quería acompañarme a la terraza, y sus ojos dijeron que sí antes que sus labios. La traté de tomar de la mano pero me permitió un dedo, que tome entre el medio y el índice para conducirla hasta las escaleras de la terraza, mire atrás solo una vez, para ver su sonrisa.
La vi desde que entré al bar, pantalones pegados de mezclilla, dos playeras, negra sobre blanca, o tal vez al revés. Nunca me fijé en sus zapatos. Cómo hacerlo si todo lo que había que ver para perder la mirada eran las curvas de su espalda. Supe que bailaba antes de preguntar.
La banda invitada se instaló en el escenario después de tres cervezas y las horas que me tardé en tomarlas. La vi pasar frente a la mesa, tomé a Sebastián del brazo y la seguí. La perdí entre la gente y desde abajo del escenario vi su pelo escapar por el arco al final de las escaleras. "Al rato la veo", pensé. Tres canciones más tarde fuimos a la barra. Sebastián la vio, la señaló,  y le dio palmadas entusiastas a mi espalda para lanzarme hacia ella.
No es muy alta, le sonríe al cantinero mientras yo pido algo diferente. Me dan un vaso morado, a ella uno naranja, que nunca acabó de tomarse. Levanto mi vaso y ella el suyo.
-Hola, ¿cómo te llamas?
-Marianna, me responde, casi inaudible,
-¿Y tú?
-Soy Federico. Eres muy linda, sonríes mucho, me gusta eso.
-No te escucho nada.
Me lo dijo cuatro veces, no le creí, entendible era que quería escucharlo una vez más. Le sonrío.
-Que sonríes mucho, y que me gusta.


Me detengo y a ella en los peldaños que nos van a llevar a la intemperie, ella no trae mangas.
-¿Quieres quedarte aquí? Allá arriba hace frío.
-No, está bien. Subimos, ahora tengo una escusa para abrazarla en caso de que la necesite. Me siento en una banca y ella en una silla, opuesta a mí. Me quiere ver de frente. Ya habíamos quitado un par de preguntas del camino, aunque no todas.
-Ballet, me dice; pero ya no baila.
Le contesto con esa broma tonta de bailar salsa mediocremente; se ríe y sonrío. Me dejo descansar la palma sobre su pantalón, voltea a ver mi brazo y de nuevo a mí, la sonrisa perdura.


Camino de día, en rumbo a un necesario desayuno. Acompaño y me acompañan Drew y mi primo. Drew visita México antes de viajar por el mundo, la vida heroica, como él le llama. Les platico a ambos acerca de la vida nocturna de Álvaro Obregón y Orizaba. De la magia noctámbula que ahí habita y lo palpable que me resulta. Les platico de la noche, de mis encuentros aleatorios con el amor, de éste bar, aquel restaurante, un parque y ése museo a la vuelta. Mi discurso siempre interrumpido por el recuerdo de Marianna que me invade constantemente. Estoy, después de todo aquí, en un lugar para enamorarse. La entrecalle tiene un encantamiento que florece y medra cuando baja el Sol. Innegablemente se siente cuando uno mira con detenimiento. Llegamos a los bísquets bísquets obregón, sucursal original. Nos sentamos en un gabinete, el lugar perfecto para ir después de robar un banco, ordenamos tres lecheros; Drew nunca ha tomado uno.

Pedagogía en la UVM, le encantan los niños. Tiene medias hermanas, tres si escuché correctamente y estoy dispuesto a apostar que es tía. Quiere tener un Kínder, me admite; pero yo no me doy permiso de contarle uno de mis sueños. Son esas preguntas con sus correspondientes respuestas que hay que atender antes de poder ver a alguien.
Me termino mi trago más o menos al mismo tiempo al que ella deja su vaso sobre la mesa. Tal vez fueron suficientes, o tal vez quiere quedarse en el nivel de sobriedad actual para lo que se avistaba. Regreso mi mano a su pierna, le cuento de mis sueños. Solo después transige el suyo, ser bailarina.
Se le quedó perdido en algún momento entre su cumpleaños número once o doce y agosto del año pasado, cuando entro a la universidad.
-Me encantaría verte bailar
De nuevo sonríe, y ella, su sonrisa, pudo ser igual de hermosa que su dueña, de no haber sido mía.
Saca su celular para revisar una cosa u otra.
-Dame tu celular
-¿Para qué?
-Tu dámelo, y ameno el momento con un ligero jalón al aparato
Lo tomo y apunto los números que me localizan, con nombre completo. Llamada entrante.
Sebastián se acerca para gritar uno de sus aullidos etílicos característicos, regreso la vista y me recibe el canto culminante de:
- Me tengo que ir.
Sebastián grita de nuevo, giramos las cabezas en su dirección.
No pierdo medio tiempo, miradas se cruzan y la tomo por la base de la cabeza, donde acaban los cabellos y la jalo hacia mi boca. Nos besamos, al fin.

El desayuno acaba con apagones de por medio. Caminamos hasta la esquina de mis recuerdos y doblamos a la izquierda. Los recuerdos y su lucidez se esfuman a cada paso, pero las imagines en mi cabeza reverberan y son más duraderas con el ritmo de mis pies. Mientras dejo atrás los enamores de la Roma, mi semblante se agrada y emblandece. No es ya la misma calle, ni es la misma noche solitaria.

Se llama Marianna, y le dicen Bo.

Por Federico Quintana Vallejo.