Un sonido de arbustos tintineó en el oído de Ernesto cuando salió de su
departamento en la madrugada. Pasmado, tiró las llaves de la puerta de entrada
y estas causaron un sonido que crujió en el edificio con un eco latente y
estruendoso. El gato pardo que se escondía detrás de la maceta saltó del susto
y huyó despavorido hasta desaparecer en la oscuridad nocturna. Ernesto se quedó
pensativo frente a su puerta. Se sentía diferente, pesado, abrumado por una
sensación titánica de profundo peligro. «La luz se escondió esta
noche y no quiere salir a jugar», pensó mientras bajaba las escaleras de un
tercer piso. Un hombre anciano lo saludó en el pasillo. “Buenas, doctor”, dijo
el vetusto de facciones arrugadas y piel descolorida. “Buenas noches”, respondió
Ernesto como por instinto, como si el ser escuchado en el abrumador silencio de
las sombras fuese una necesidad absoluta. “Cuidado con los noctívagos, andan
muy sueltos esta noche”, replicó el anciano con agobiante acento. Ernesto no
comprendió por completo las palabras del hombre decrepito y esquelético que parecía
un esbelto cadáver, de esos a los se les echan tierra y se les sepulta cuatro
metros para olvidar el sufrimiento y el dolor de la pérdida.
Las pisadas de Ernesto se escucharon fuertes cuando se dirigió
a la calle. Un chillido molesto se percibió cuando abrió la puerta de la entrada
del edificio. «A estas bisagras les falta aceite», pensó mientras cerraba la
puerta y se apresuraba a guardar sus manos en los bolsillos de la chaqueta de
lana.
Dio varios pasos por los callejones y escondrijos que
oscilaban cerca de su casa y se percató, tras varios minutos, que no tenía ni
la menor idea de hacia dónde se dirigía. « ¿Y la tienda, no recuerdo dónde está?»
se dijo así mismo sin encontrar en algún andurrial de su memoria, la respuesta
a la incógnita planteada. La confusión le arrebató los ánimos. Volteó a todos
lados sin saber exactamente donde se encontraba. La luna comenzó a distinguirse
sonriendo entre las nubes. Un halito le acarició el cabello escaso en su
cabeza. Se levantó los lentes que se caían impulsados por la gravedad desde su
nariz. El desorden invadió sus pensamientos y comenzó a delirar posibles rutas
para salir del embrollo. Ninguna lo convenció. No recordaba ni la ubicación exacta
de su edificio, ni la familiaridad de las casas y calles de donde se hallaba. El sonido fastidioso de los arbustos lo rodeó
como un caos irascible que pasmó sus sentidos. Se desorientó. Perdió los deseos
de encontrar una salida. Una mano le tocó el hombro. “No te pierdas en la
oscuridad de la noche porque no hay nada más peligroso que quedar abandonado en
la ignorancia de nuestros temores”, dijo la mano, o el ser extraño, la otredad
encarnada al hablarle por la espalda y causarle un resquemor que ni veinte años
de terapia continúa, podrían curar.
Alan Santos.