lunes, 8 de octubre de 2012

De noctívagos y noches de modorra (II).

II

Un sonido de arbustos tintineó en el oído de Ernesto cuando salió de su departamento en la madrugada. Pasmado, tiró las llaves de la puerta de entrada y estas causaron un sonido que crujió en el edificio con un eco latente y estruendoso. El gato pardo que se escondía detrás de la maceta saltó del susto y huyó despavorido hasta desaparecer en la oscuridad nocturna. Ernesto se quedó pensativo frente a su puerta. Se sentía diferente, pesado, abrumado por una sensación titánica de profundo peligro. «La luz se escondió esta noche y no quiere salir a jugar», pensó mientras bajaba las escaleras de un tercer piso. Un hombre anciano lo saludó en el pasillo. “Buenas, doctor”, dijo el vetusto de facciones arrugadas y piel descolorida. “Buenas noches”, respondió Ernesto como por instinto, como si el ser escuchado en el abrumador silencio de las sombras fuese una necesidad absoluta. “Cuidado con los noctívagos, andan muy sueltos esta noche”, replicó el anciano con agobiante acento. Ernesto no comprendió por completo las palabras del hombre decrepito y esquelético que parecía un esbelto cadáver, de esos a los se les echan tierra y se les sepulta cuatro metros para olvidar el sufrimiento y el dolor de la pérdida.

            Las pisadas de Ernesto se escucharon fuertes cuando se dirigió a la calle. Un chillido molesto se percibió cuando abrió la puerta de la entrada del edificio. «A estas bisagras les falta aceite», pensó mientras cerraba la puerta y se apresuraba a guardar sus manos en los bolsillos de la chaqueta de lana.

            Dio varios pasos por los callejones y escondrijos que oscilaban cerca de su casa y se percató, tras varios minutos, que no tenía ni la menor idea de hacia dónde se dirigía. « ¿Y la tienda, no recuerdo dónde está?» se dijo así mismo sin encontrar en algún andurrial de su memoria, la respuesta a la incógnita planteada. La confusión le arrebató los ánimos. Volteó a todos lados sin saber exactamente donde se encontraba. La luna comenzó a distinguirse sonriendo entre las nubes. Un halito le acarició el cabello escaso en su cabeza. Se levantó los lentes que se caían impulsados por la gravedad desde su nariz. El desorden invadió sus pensamientos y comenzó a delirar posibles rutas para salir del embrollo. Ninguna lo convenció. No recordaba ni la ubicación exacta de su edificio, ni la familiaridad de las casas y calles de donde se hallaba.  El sonido fastidioso de los arbustos lo rodeó como un caos irascible que pasmó sus sentidos. Se desorientó. Perdió los deseos de encontrar una salida. Una mano le tocó el hombro. “No te pierdas en la oscuridad de la noche porque no hay nada más peligroso que quedar abandonado en la ignorancia de nuestros temores”, dijo la mano, o el ser extraño, la otredad encarnada al hablarle por la espalda y causarle un resquemor que ni veinte años de terapia continúa, podrían curar.
 
Alan Santos.