lunes, 1 de octubre de 2012

De noctívagos y noches de modorra (I).


I

Cuando Ernesto Serrano se despertó en la madrugada, escuchó por la ventana el crujir intermitente de un montón de ramas. El chirrido se propagó como ventisca sonora por toda la calle, y aquel ruido estridente se repitió  de vez en vez entre el cántico difuso de los grillos en la penumbra y el maullido aislado de un gato en el tejado. Ernesto se levantó de la cama sorprendido, atribulado por el extraño retintín que retumbaba en el exterior. Miró por la ventana con los ojos entreabiertos que se deslizaban entre el mundo de la realidad y la intempestiva soñolencia, el soplar silencioso del viento. Se talló los ojos hasta conseguir la nitidez necesaria para vislumbrar el desgastado poste del alumbrado público que reposaba en la otra esquina de su calle, y no vio nada. Ni una solitaria alma transitaba entre las casas de ladrillo cocido y verjas de metal, cubiertas de celosía y secretos de familias olvidadas. Las nubes cubrían el cielo negro, grisáceo, mojado. Y la sensación de peligro inminente comenzó a llenar a Ernesto desde el centro de sus emociones hasta sus extremidades con una desazón incierta y turbia.

            Salió de su cuarto y se dirigió a la cocina entre el tic toc del reloj que repiqueteaba sin cesar, y la resonancia del refrigerador que zumbaba constante en las tinieblas. Sacó un vaso de vidrio cristalino de una repisa donde guardaba sus galletas favoritas, y se sirvió con presteza un líquido chorreante y espumoso. Lo bebió apresurado hasta casi ahogarse, y cuando terminó, repitió la acción hasta que la saciedad abrazara por completo su acongojado cuerpo. La repetición del acto lucía atemorizante. Ernesto Serrano no dejó de beber el líquido espumoso sino hasta que el recipiente se vació por completo. Un miedo, un presentimiento terrible se apoderó de él.

            De repente,  como una premonición, el crujir de las ramas regresó a sus oídos. Se asomó corriendo de nuevo a la ventana: no vio nada, no oyó nada, por segunda vez consecutiva. Su esposa despertó extrañada. “Qué te pasa Neto. Por qué no puedes dormir”, preguntó consternada. La impresión de escuchar la voz de su esposa lo hizo dar un pequeño salto en su lugar. La existencia de otra voz humana en la misma habitación lo exaltó de forma incomprensible. “Qué no escuchas las ramas”, respondió después de varios segundos. Su esposa se quedó pasmada con la interrogante. Él interpretó su silencio. “Anda Gabriela, vuelve a dormir. Voy a la tienda por más leche”, dijo  Ernesto con voz cortante mientras escuchaba maravillado, el rechinido latente de un montón de plantas en la ventana.

Alan Santos.