lunes, 11 de febrero de 2013

Viaje sin final.


Te ves reflejado en un sucio espejo de baño. Tu mirada se observa cansada y sin sentido. Estás harto del trabajo: revisar papeleo, hacer llamadas, realizar hojas de cálculo, escuchar a tu jefe insultando a todos y recibir reclamos y regaños absurdos de acciones que sabes que no has cometido. Sin embargo, el queridísimo e “imbécil” del jefe, el cual se siente dueño de tus acciones, soberano de tus actos, amo y señor de tu pago quincenal, alfa y omega de tu destino laboral, no tiene a quién más culpar.
Lavas tus manos para después pasarte el agua fresca por tu cara, y sentir las moléculas de hidrogeno y oxigeno (maravillas de la química y el mundo natural), revitalizarte, revivirte, hacerte decir por un segundo en tu ardua labor de oficinista:
 –Me siento tranquilo, a pesar de estar en este mugriento baño que es el único lugar en todo el maldito edificio en el que puedo relajarme aunque sea momentáneamente. Odio que sea sólo: momentáneamente. Por qué no puede existir algo eterno, algo perpetuo, algo que simplemente exista y nunca termine. Dicen que el universo es eterno pero, cómo lo saben. Dicen que hubo un inicio, todo inicio tiene un fin, un propósito, algo por lo que fue creado. El universo fue creado para albergar una infinidad de galaxias –comienzas a divagar–, que a su vez contienen sistemas solares y éstos, planetas; algunos presentan vida otros no, y los que poseen vida tienen una gran cantidad incontable de seres vivos, entre ellos plantas, hongos, bacterias, animales, y todos ellos tienen un propósito, un fin. La pregunta sería –te cuestionas–  ¿Cuál es mi propósito en la vida? He sido incapaz de encontrarlo pero…
Tu perfecto monologo es interrumpido por el estrepitoso sonido de alguien tocando la puerta del baño repetidas veces, y diciendo con alterada y molesta voz:
–Órale, apúrate. ¿Qué estás haciendo ahí? Vas a dar a luz o por qué tardas tanto. Necesito que realices un informe completo de las ventas netas del mes anterior para…
Tus oídos deciden apagarse y desvías tu mente hacia otro lugar más apacible y armonioso. Sólo cuando vas al baño a liberar el alma y a observar tu reflejo desgastado en el sucio retrete, te sientes libre. Redimido de tus más grandes dolencias tanto físicas como emocionales, psicológicas, fisiológicas, existenciales, personales; te sientes parcialmente feliz en ese pequeño lugar de salvación temporal. Sales del baño al terminar lo que tú denominas como “tiempo de descanso momentáneo” para volver a utilizar el grillete de ese intolerable cautiverio, del estar encadenado a esa prisión infinita que eufemísticamente llamas trabajo. No recuerdas cómo fue que conseguiste esta ocupación que tanto te desagrada. Tienes memorias vagas, cuestionables, dudosas, y sientes que todos los días son exactamente iguales, pero no es una sensación de rutina o de cotidianeidad, es algo desemejante, desigual.
Finalmente llega la hora de salir y para colmo tu auto está averiado y el obeso mecánico que te cobró una fortuna por repararlo, te dijo que estaría listo hasta dentro de una semana. No te queda de otra más que abordar el maloliente y repulsivo transporte público que tanto odias. Sabes que es el único que te da la facilidad de acercarte lo más posible a tu hogar. Por un momento piensas «caminaré a casa» mas recapacitas y prefieres tomar el transporte público, que llegar a tu hogar más cansado de lo que ya te encuentras. Por suerte el metro queda cerca de tu trabajo y es la opción adecuada para regresar de la odiosa faena de la oficina. Ese tren anaranjado y desgastado lleno de gente hedionda y pestilente, es tu boleto de ida a tu paraíso personal, a tu perfecto edén, pero consideras que la travesía resulta peligrosa, riesgosa y duradera, tu odisea personal. Caminas algunas cuadras, portando disimuladamente el portafolios negro en la mano izquierda, y ocultas la derecha en un bolsillo de tu pantalón mientras cabizbajo observas el manchado suelo que pisas. Prefieres verte los zapatos lustrados y boleados que hacen contraste con el ardiente pavimento, que entrelazar la mirada con alguien más.
Te detienes por un momento y dejas tus cosas en el suelo para que de esta forma puedas hurgar en tus bolsillos. Sacas la cajetilla de cigarros y después localizas con tus manos blancas y huesudas, el condenado encendedor. Lo encuentras y decides abrir la cajetilla y deslizar suavemente entre tus dedos un cigarrillo el cual deseas con fervor como un adolescente deseando su primera relación sexual, su primer contacto amoroso de calentura insaciable. Lo tienes entre tus labios, lo saboreas, lo hueles, lo anhelas, piensas: « No hay nada mejor que un buen cigarro después del trabajo» y suspiras ansioso y decidido por dañar tus pulmones considerablemente sin preocupación posterior. Prendes el tabaco y el primer contacto con el humo te da fuerzas, te reconforta. Sabes que eso te matará más rápido de lo que se supone que te queda de vida, pero no te importa, amas al cigarro demasiado, aun a costa de tu vida, de tu existencia.
Ves a la distancia un típico taxi con el maravilloso letrero que dice: “desocupado” y deseas levantar la mano y hacer la señal de abordaje para que el taxista se detenga y subas felizmente a un trasporte más cómodo, más personal. Pero como un chispazo, como una bombilla encendiéndose en tu cabeza recuerdas que actualmente posees poca plata y para tu pago quincenal faltan unos tres días. Eso te molesta, te enferma, te hace hervir la sangre y miras con molestia al taxi seguirse de frente y desaparecer para siempre en la jungla de cemento. Ahí piensas: « Maldición, no me queda de otra,  tendré que ir con todo este tumulto de personas amontonadas como cerdos en un corral, sin libertad. Pues ni qué hacerle, no hay de otra, ni modo» y recoges el portafolios para continuar caminando, absorto del mundo que te rodea, fumando de una manera tan nerviosa que es típica en ti.     Sientes las terribles miradas de la gente alrededor y una señora de aspecto demacrado te estira la mano pidiendo limosna. Tú ni la volteas a ver, no te interesa, no le prestas ni la más mínima atención, por lo que ella comienza a decir cosas en un idioma extraño e incomprensible que no identificas, ni planeas identificar.
Llegas a la estación del metro, te detienes en la puerta principal, y contemplas el ir y venir de las personas entrando y saliendo interminablemente por esa puerta que ante tus ojos se asemeja a las fauces de un hambriento león deseoso de verte entrar y saborear tu jugosa piel, tu exquisita carne, tus comestibles y tiernas entrañas, tu reluciente cabello obscuro; tus ojos color miel que reflejan un miedo inconsciente que te hace parecer un pobre hombre asustado. Deleitas tu cigarro esperando que aquel tabaco nunca se acabe. Quieres que ese momento sea infinito y que te quedes ahí el resto de tu existencia, disfrutando de aquello sin ninguna molesta interrupción. Sólo tú y nadie más que tú. Haciendo prácticamente nada, más que fumando a gusto. El cigarro se termina, y con él tu instante de estar contigo mismo. Lo sueltas y lo dejas caer al sucio suelo para después pisarlo y comenzar a caminar dirigiéndote directamente hacia la taquilla, colocar tres pesos en el mostrador y que una señora de voz incierta te entregue el boleto que te llevará directamente al inframundo desconocido. Al infierno que tanto odias y temes. Colocas el boleto en la maquina la cual te da acceso al atestado transporte colectivo y caminas con paso inseguro, paso incierto y cauteloso. Caminar, caminar y caminar para después caminar. Bajar escaleras. Volver a caminar. Balancearte entre las otras personas evitando cualquier tipo de contacto y detenerte en algún punto a esperar a que llegue el metro.
Despistado y sin humor, ves la desgastada línea amarilla en el suelo que sirve como límite para esperar a que el tan codiciado tren anaranjado arribe a la estación. Vislumbras como comienza a acercarse y aprietas tu puño. Preferirías estar en cualquier otro sitio en vez de hallarte allí, en tierra desconocida y misteriosa. El metro llega y se detiene. Entonces la gente se amontona en cada puerta y en ese segundo percibes un olor desagradable en el ambiente: huele a humanidad estancada. A gente cansada de una larga jornada laboral. Cansada de otro día de trabajo: otro día agotador para llevar el pan a la casa, la comida a la mesa.
Intentas averiguar lo que pasa por las cabezas de las demás personas y  te imaginas sus voces, transitando por tu pensamiento como culebras zigzagueantes que no dicen palabras concretas.
El transporte hace un estruendoso ruido y de repente se abren las puertas y un puñado de personas se dispone a salir apresuradamente, y al estar afuera tú y otra conjunción de seres entra al metro apretándose, empujándose, molestándose, buscando un lugar para sentarse o algún sitio para estar un poco más cómodo durante la travesía.
«Oiga déjeme pasar», «no estorbe», «me da permiso por favor», «…y entonces yo estaba ahí güey y le dije…», «alguien me tocó que le pasa. Qué naco», « ¡cámara! », Es lo que escuchas siendo un distraído pasajero que prefiere oír sus pensamientos. Centras toda tu atención en lo más nimio, en lo más insignificante, en aquello que nadie se molesta en admirar debido a que su vida atareada no les permite darse el lujo de contemplar lo que tú contemplas. Le das formas a las nubes grisáceas de la ciudad y creas con la mente un gracioso elefante con una sombrilla rota, un señor muy viejo con unas alas enormes, un pequeño niño que juega con su pelota, la cara de un furioso coyote y una hermosísima mujer que baila alegremente en el cielo. Mientras el metro avanza, oyes murmullos, alaridos, un bebé llorando, comerciantes ambulantes vendiendo productos diversos; a un hombre de traje muy fino hablando con alguien, unos señores de aspecto campesino discutiendo de cosas sin sentido, y por alguna razón que no conoces sientes que ese exacto momento ya lo has vivido teniendo en cuenta que eres una persona que no  frecuenta este tipo de trasporte.
 La persona que se encuentra sentada delante de ti te observa fijamente y no aparta su mirada hacia otra dirección. Te sonríe pero su sonrisa no parece un gesto común, parece un gesto desagradable y horripilante que te asusta, te hace sentir pavor. Decides tratar de ignorarlo y seguir viendo eses grandiosas nubes, sólo que esta vez ya no distingues formas graciosas o agradables, ahora lo único que ves es un violento nubarrón que está dispuesto a dejar caer su lluvia ácida en la metrópoli. Es ahí cuando piensas: « ¿Dios?» y de repente recapacitas y vuelves a pensar: « ¿Por qué pensé eso? No tiene sentido. Pero no sé, siento todo este ambiente muy familiar. ¿Déjà vu a caso? Odio este lugar».
Escuchas la voz en la bocina que dice: «Próxima estación Barranca del diablo», y casi al mismo tiempo percibes un rayo que estremece tus oídos,  por lo que supones que cayó cerca de donde te encuentras porque los sonidos los percibes con relativa cercanía. No puedes ver más allá de lo que está enfrente de ti debido a que en las últimas estaciones se ha subido una buena cantidad de personas que te imposibilitan  ver la ventana, sin embargo eso te alegra en parte porque el sujeto que te miraba ya no puede hacerlo. Aquella mirada incapaz de tolerar no es percibida por tus cansados y desvelados ojos.
De la nada el sueño te atrapa y todo el cansancio que tenias resulta ganando. Tus soñolientos parpados se entreabren y poco a poco te sientes flotando en un vacio infinito, dirigiéndote directamente a un increíble sueño desconocido que te espera impaciente del otro lado.
Sueñas que te encuentras en la cima de una empinada montaña cantando una canción en un lenguaje desconocido y por alguna razón te es casi imposible bajar de esa cúspide. A pesar de todo cantas y cantas sin que nadie te moleste y eso te agrada, esa soledad es mucho más que perfecta. En tu sueño el alba se acerca y sin entenderlo del todo, sientes una molesta angustia y un insoportable nerviosismo que te eriza la piel. Mas el simple hecho de haberte sentido parcialmente feliz te hace estar un tanto relajado, un poco confiado e inseguro al mismo tiempo,  tranquilo y preocupado, y todo esto sin saber realmente por qué. Al parecer todo eso se verá acabado cuando…
« ¡Vamos a chocar!» Escuchas. Y abruptamente despiertas de aquel sueño. Ves a toda la gente asustada y golpeando las puertas buscando una manera de salir, rompiendo los vidrios para intentar huir por las ventanas. Arañando las paredes en un pánico total irreversible por el hecho de que la colisión es inminente. Lo último que escuchas en las bocinas es: «Próxima estación Villa Cruz, ningún pasajero debe permanecer a bordo…», y miras asustado la cabina del conductor al cual le es imposible detener el desquiciado tren. La máquina infernal se dirige directamente hacia ti o, ¿tú te diriges hacia ella? No lo sabes, comienzas a perder la cordura y tocas tu cabeza tratando de entender lo que sucede.
Gritos. Reproches. « ¡No quiero morir! ¡Dios mío! » Empujones. «Padre nuestro que estás en los cielos… « ¡Ahh! » «Mami que es lo que está pasando». Susurros con plegarias buscando una salvación. « ¡No puede ser!». Gritos desenfrenados en busca de ayuda. Gente corriendo por todo el vagón esperando que algún milagro los salve. Plegarias. Sudor que corre por la cara de las personas asustadas. Lagrimas tristes y secas que escurren por las mejillas sonrojadas de dulces niños, de mujeres bellas y de ancianos que aguardan su final. El impacto es inminente y tus sentidos empiezan a agudizarse. La adrenalina corre libremente por tu cuerpo, no sabes cómo deberías reaccionar, el shock es persistente, abrumador y no te deja ni hablar. El hombre que te observaba hace rato no aparta sus ojos de los tuyos, y continúa sonriéndote con esa malicia incontenible e indeseable. Con esa maldad única e irrepetible. Tú lo miras con rareza y cuando menos te lo esperas mueve los labios y dice:
–Este viaje resultó agradable, hace algo de frio pero se está a gusto aquí ¿No crees?
Sus palabras te confunden, y un sentimiento de ira viaje por tu cuerpo, piensas: «qué rayos le pasa a este imbécil, cómo se le ocurre decir esas cosas en un momento así».
Deseas golpear a ese hombre. Te levantas, colocas tus huesudas manos sobre su chaqueta y lo alzas haciendo que sus pies queden flotando, elevándose del piso y es en ese instante cuando vuelve a hablar. Dice:
–Pecado, pecador. Muchacho yo sé que te gusta este viaje. Es intenso. Lleno de las emociones que no te da tu aburrido trabajo o ¿me equivoco? En fin, mi parte favorita a continuación.
Levantas el puño dispuesto a golpearlo repetidas veces con ira y sin piedad. Sabes que en parte tiene razón y su sonrisa es detestable, él te observa y no se inmuta, tú sueltas el golpe y cuando tu puño impacta en su cara pierdes la conciencia. El choque ya se ha dado.

 
***
Despiertas. Abres los ojos lentamente y sientes caliente el rostro. Yaces en el suelo un tanto aletargado, cubierto de múltiples escombros. Oyes a lo lejos una gran cantidad de sirenas. Deduces que son de ambulancia y crees esperanzadamente que vienen a rescatarte.
Al recuperar la conciencia un poco más descubres un gran charco de sangre debajo de ti, creciendo, irrigando el piso, convirtiéndose en un lago rojo más y más grande. Haciéndose gigantesco. Devorando el color original del piso que tocas intentando ponerte de pie sin conseguirlo. La sangre debajo de ti te pertenece, pero no eres el dueño total de aquello porque es sangre mezclada. Sangre proveniente de otros pasajeros que mueren con lentitud alrededor de donde tú estás.
El levantarte ya no es una opción posible. No puedes debido a que al despertar y recuperar la conciencia completamente, te diste cuenta del enorme tubo de acero que te atraviesa el estomago. Ese lugar es por donde sale el líquido preciado que te permite vivir y que a cada segundo se agota en tu interior, llevándote a una muerte sumamente lenta y agonizante.
Buscas al hombre al que golpeaste por todos lados sin encontrarlo. No ves a nadie, sin embargo escuchas los desesperados lamentos de dolor que provienen de todas partes,  de todas direcciones.
 Afuera llueve, lo puedes escuchar, sabes que el violento nubarrón que viste a lo lejos ya se encuentra encima de la ciudad, inundando sus calles, sus parques, sus casas virreinales, su arquitectura modernista, sus edificios urbanos, sus caros departamentos, sus chozas construidas de lamina y sus metros desgastados que colisionaron y que al estar destrozados permiten que algunas gotas de lluvia caigan sobre tu frente. El humo se eleva pero no te permite ver nada. Con tus últimas fuerzas gritas, pides ayuda, deseas que alguien llegue y sea tu salvación pero nadie acude, estás solo.
Piensas que no te queda mucho tiempo y hubieras deseado que tu muerte no fuera en un vagón de metro y a tan pocos metros de tu hogar. Sarcásticamente dices:
–Qué muerte tan digna.
Cierras los ojos poco a poco pero ahora tu situación ha cambiado. No los cierras para tomar una siesta, sino para dormir por la eternidad. Dormir y nunca volver a despertar. Irte del mundo de la misma forma en la que llegaste. Apartarte de tu cuerpo y dirigirte hacia lo desconocido.
Das tu aliento final de vida y luego sientes fresca la cara, como revitalizada, y las manos mojadas, frías; todo se olvida. Tus memorias pasan delante de ti como ráfagas de viento, suspiros en una noche invernal. El mundo se torna negro, borroso y vuelves a abrir los ojos, sin recuerdo alguno. Te ves reflejado en un sucio espejo de baño. Tu mirada se observa cansada y sin sentido, estás harto del trabajo: revisar papeleo, hacer llamadas, realizar hojas de cálculo, escuchar a tu jefe insultando a todos, y recibir reclamos y regaños absurdos de acciones que sabes que no has cometido, sin embargo, el queridísimo e “imbécil” del jefe, el cual se siente dueño de tus acciones, soberano de tus actos, amo y señor de tu pago quincenal, alfa y omega de tu destino laboral, no tiene a quién más culpar…