Te
ves reflejado en un sucio espejo de baño. Tu mirada se observa cansada y sin
sentido. Estás harto del trabajo: revisar papeleo, hacer llamadas, realizar
hojas de cálculo, escuchar a tu jefe insultando a todos y recibir reclamos y
regaños absurdos de acciones que sabes que no has cometido. Sin embargo, el
queridísimo e “imbécil” del jefe, el cual se siente dueño de tus acciones,
soberano de tus actos, amo y señor de tu pago quincenal, alfa y omega de tu
destino laboral, no tiene a quién más culpar.
Lavas
tus manos para después pasarte el agua fresca por tu cara, y sentir las
moléculas de hidrogeno y oxigeno (maravillas de la química y el mundo natural),
revitalizarte, revivirte, hacerte decir por un segundo en tu ardua labor de
oficinista:
–Me siento tranquilo, a pesar de estar en este
mugriento baño que es el único lugar en todo el maldito edificio en el que
puedo relajarme aunque sea momentáneamente. Odio que sea sólo: momentáneamente.
Por qué no puede existir algo eterno, algo perpetuo, algo que simplemente
exista y nunca termine. Dicen que el universo es eterno pero, cómo lo saben. Dicen
que hubo un inicio, todo inicio tiene un fin, un propósito, algo por lo que fue
creado. El universo fue creado para albergar una infinidad de galaxias
–comienzas a divagar–, que a su vez contienen sistemas solares y éstos,
planetas; algunos presentan vida otros no, y los que poseen vida tienen una
gran cantidad incontable de seres vivos, entre ellos plantas, hongos,
bacterias, animales, y todos ellos tienen un propósito, un fin. La pregunta sería
–te cuestionas– ¿Cuál es mi propósito en
la vida? He sido incapaz de encontrarlo pero…
Tu
perfecto monologo es interrumpido por el estrepitoso sonido de alguien tocando
la puerta del baño repetidas veces, y diciendo con alterada y molesta voz:
–Órale,
apúrate. ¿Qué estás haciendo ahí? Vas a dar a luz o por qué tardas tanto. Necesito
que realices un informe completo de las ventas netas del mes anterior para…
Tus
oídos deciden apagarse y desvías tu mente hacia otro lugar más apacible y
armonioso. Sólo cuando vas al baño a liberar el alma y a observar tu reflejo
desgastado en el sucio retrete, te sientes libre. Redimido de tus más grandes
dolencias tanto físicas como emocionales, psicológicas, fisiológicas,
existenciales, personales; te sientes parcialmente feliz en ese pequeño lugar
de salvación temporal. Sales del baño al terminar lo que tú denominas como
“tiempo de descanso momentáneo” para volver a utilizar el grillete de ese
intolerable cautiverio, del estar encadenado a esa prisión infinita que
eufemísticamente llamas trabajo. No recuerdas cómo fue que conseguiste esta ocupación
que tanto te desagrada. Tienes memorias vagas, cuestionables, dudosas, y
sientes que todos los días son exactamente iguales, pero no es una sensación de
rutina o de cotidianeidad, es algo desemejante, desigual.
Finalmente
llega la hora de salir y para colmo tu auto está averiado y el obeso mecánico
que te cobró una fortuna por repararlo, te dijo que estaría listo hasta dentro
de una semana. No te queda de otra más que abordar el maloliente y repulsivo
transporte público que tanto odias. Sabes que es el único que te da la
facilidad de acercarte lo más posible a tu hogar. Por un momento piensas «caminaré a casa» mas recapacitas y prefieres
tomar el transporte público, que llegar a tu hogar más cansado de lo que ya te
encuentras. Por suerte el metro queda cerca de tu trabajo y es la opción
adecuada para regresar de la odiosa faena de la oficina. Ese tren anaranjado y
desgastado lleno de gente hedionda y pestilente, es tu boleto de ida a tu
paraíso personal, a tu perfecto edén, pero consideras que la travesía resulta
peligrosa, riesgosa y duradera, tu odisea personal. Caminas algunas cuadras,
portando disimuladamente el portafolios negro en la mano izquierda, y ocultas
la derecha en un bolsillo de tu pantalón mientras cabizbajo observas el
manchado suelo que pisas. Prefieres verte los zapatos lustrados y boleados que
hacen contraste con el ardiente pavimento, que entrelazar la mirada con alguien
más.
Te detienes por un momento y dejas tus cosas en el
suelo para que de esta forma puedas hurgar en tus bolsillos. Sacas la cajetilla
de cigarros y después localizas con tus manos blancas y huesudas, el condenado
encendedor. Lo encuentras y decides abrir la cajetilla y deslizar suavemente
entre tus dedos un cigarrillo el cual deseas con fervor como un adolescente
deseando su primera relación sexual, su primer contacto amoroso de calentura
insaciable. Lo tienes entre tus labios, lo saboreas, lo hueles, lo anhelas,
piensas: « No hay nada mejor que un buen cigarro después del trabajo» y
suspiras ansioso y decidido por dañar tus pulmones considerablemente sin
preocupación posterior. Prendes el tabaco y el primer contacto con el humo te
da fuerzas, te reconforta. Sabes que eso te matará más rápido de lo que se
supone que te queda de vida, pero no te importa, amas al cigarro demasiado, aun
a costa de tu vida, de tu existencia.
Ves a la distancia un típico taxi con el maravilloso
letrero que dice: “desocupado” y deseas levantar la mano y hacer la señal de
abordaje para que el taxista se detenga y subas felizmente a un trasporte más
cómodo, más personal. Pero como un chispazo, como una bombilla encendiéndose en
tu cabeza recuerdas que actualmente posees poca plata y para tu pago quincenal
faltan unos tres días. Eso te molesta, te enferma, te hace hervir la sangre y
miras con molestia al taxi seguirse de frente y desaparecer para siempre en la
jungla de cemento. Ahí piensas: « Maldición, no me queda de otra, tendré que ir con todo este tumulto de
personas amontonadas como cerdos en un corral, sin libertad. Pues ni qué hacerle,
no hay de otra, ni modo» y recoges el portafolios para continuar caminando,
absorto del mundo que te rodea, fumando de una manera tan nerviosa que es
típica en ti. Sientes las terribles miradas de la gente
alrededor y una señora de aspecto demacrado te estira la mano pidiendo limosna.
Tú ni la volteas a ver, no te interesa, no le prestas ni la más mínima
atención, por lo que ella comienza a decir cosas en un idioma extraño e
incomprensible que no identificas, ni planeas identificar.
Llegas a la estación del metro, te detienes en la
puerta principal, y contemplas el ir y venir de las personas entrando y
saliendo interminablemente por esa puerta que ante tus ojos se asemeja a las
fauces de un hambriento león deseoso de verte entrar y saborear tu jugosa piel,
tu exquisita carne, tus comestibles y tiernas entrañas, tu reluciente cabello
obscuro; tus ojos color miel que reflejan un miedo inconsciente que te hace
parecer un pobre hombre asustado. Deleitas tu cigarro esperando que aquel
tabaco nunca se acabe. Quieres que ese momento sea infinito y que te quedes ahí
el resto de tu existencia, disfrutando de aquello sin ninguna molesta interrupción.
Sólo tú y nadie más que tú. Haciendo prácticamente nada, más que fumando a
gusto. El cigarro se termina, y con él tu instante de estar contigo mismo. Lo
sueltas y lo dejas caer al sucio suelo para después pisarlo y comenzar a
caminar dirigiéndote directamente hacia la taquilla, colocar tres pesos en el
mostrador y que una señora de voz incierta te entregue el boleto que te llevará
directamente al inframundo desconocido. Al infierno que tanto odias y temes. Colocas
el boleto en la maquina la cual te da acceso al atestado transporte colectivo y
caminas con paso inseguro, paso incierto y cauteloso. Caminar, caminar y
caminar para después caminar. Bajar escaleras. Volver a caminar. Balancearte
entre las otras personas evitando cualquier tipo de contacto y detenerte en
algún punto a esperar a que llegue el metro.
Despistado y sin humor, ves la desgastada línea amarilla
en el suelo que sirve como límite para esperar a que el tan codiciado tren
anaranjado arribe a la estación. Vislumbras como comienza a acercarse y
aprietas tu puño. Preferirías estar en cualquier otro sitio en vez de hallarte
allí, en tierra desconocida y misteriosa. El metro llega y se detiene. Entonces
la gente se amontona en cada puerta y en ese segundo percibes un olor
desagradable en el ambiente: huele a humanidad estancada. A gente cansada de
una larga jornada laboral. Cansada de otro día de trabajo: otro día agotador
para llevar el pan a la casa, la comida a la mesa.
Intentas averiguar lo que pasa por las cabezas de
las demás personas y te imaginas sus
voces, transitando por tu pensamiento como culebras zigzagueantes que no dicen palabras concretas.
El transporte hace un estruendoso ruido y de repente
se abren las puertas y un puñado de personas se dispone a salir apresuradamente,
y al estar afuera tú y otra conjunción de seres entra al metro apretándose,
empujándose, molestándose, buscando un lugar para sentarse o algún sitio para
estar un poco más cómodo durante la travesía.
«Oiga déjeme pasar», «no estorbe», «me da permiso
por favor», «…y entonces yo estaba ahí güey y le dije…», «alguien me tocó que
le pasa. Qué naco», « ¡cámara! », Es lo que escuchas siendo un distraído
pasajero que prefiere oír sus pensamientos. Centras toda tu atención en lo más
nimio, en lo más insignificante, en aquello que nadie se molesta en admirar
debido a que su vida atareada no les permite darse el lujo de contemplar lo que
tú contemplas. Le das formas a las nubes grisáceas de la ciudad y creas con la
mente un gracioso elefante con una sombrilla rota, un señor muy viejo con unas
alas enormes, un pequeño niño que juega con su pelota, la cara de un furioso
coyote y una hermosísima mujer que baila alegremente en el cielo. Mientras el
metro avanza, oyes murmullos, alaridos, un bebé llorando, comerciantes ambulantes
vendiendo productos diversos; a un hombre de traje muy fino hablando con
alguien, unos señores de aspecto campesino discutiendo de cosas sin sentido, y
por alguna razón que no conoces sientes que ese exacto momento ya lo has vivido
teniendo en cuenta que eres una persona que no
frecuenta este tipo de trasporte.
La persona
que se encuentra sentada delante de ti te observa fijamente y no aparta su
mirada hacia otra dirección. Te sonríe pero su sonrisa no parece un gesto
común, parece un gesto desagradable y horripilante que te asusta, te hace
sentir pavor. Decides tratar de ignorarlo y seguir viendo eses grandiosas
nubes, sólo que esta vez ya no distingues formas graciosas o agradables, ahora
lo único que ves es un violento nubarrón que está dispuesto a dejar caer su
lluvia ácida en la metrópoli. Es ahí cuando piensas: « ¿Dios?» y de repente
recapacitas y vuelves a pensar: « ¿Por qué pensé eso? No tiene sentido. Pero no
sé, siento todo este ambiente muy familiar. ¿Déjà vu a caso? Odio este lugar».
Escuchas la voz en la bocina que dice: «Próxima
estación Barranca del diablo», y casi al mismo tiempo percibes un rayo que
estremece tus oídos, por lo que supones
que cayó cerca de donde te encuentras porque los sonidos los percibes con
relativa cercanía. No puedes ver más allá de lo que está enfrente de ti debido
a que en las últimas estaciones se ha subido una buena cantidad de personas que
te imposibilitan ver la ventana, sin
embargo eso te alegra en parte porque el sujeto que te miraba ya no puede
hacerlo. Aquella mirada incapaz de tolerar no es percibida por tus cansados y
desvelados ojos.
De la nada el sueño te atrapa y todo el cansancio
que tenias resulta ganando. Tus soñolientos parpados se entreabren y poco a
poco te sientes flotando en un vacio infinito, dirigiéndote directamente a un
increíble sueño desconocido que te espera impaciente del otro lado.
Sueñas que te encuentras en la cima de una empinada
montaña cantando una canción en un lenguaje desconocido y por alguna razón te
es casi imposible bajar de esa cúspide. A pesar de todo cantas y cantas sin que
nadie te moleste y eso te agrada, esa soledad es mucho más que perfecta. En tu
sueño el alba se acerca y sin entenderlo del todo, sientes una molesta angustia
y un insoportable nerviosismo que te eriza la piel. Mas el simple hecho de
haberte sentido parcialmente feliz te hace estar un tanto relajado, un poco
confiado e inseguro al mismo tiempo,
tranquilo y preocupado, y todo esto sin saber realmente por qué. Al
parecer todo eso se verá acabado cuando…
« ¡Vamos a chocar!» Escuchas. Y abruptamente
despiertas de aquel sueño. Ves a toda la gente asustada y golpeando las puertas
buscando una manera de salir, rompiendo los vidrios para intentar huir por las
ventanas. Arañando las paredes en un pánico total irreversible por el hecho de
que la colisión es inminente. Lo último que escuchas en las bocinas es: «Próxima
estación Villa Cruz, ningún pasajero debe permanecer a bordo…», y miras
asustado la cabina del conductor al cual le es imposible detener el desquiciado
tren. La máquina infernal se dirige directamente hacia ti o, ¿tú te diriges
hacia ella? No lo sabes, comienzas a perder la cordura y tocas tu cabeza
tratando de entender lo que sucede.
Gritos. Reproches. « ¡No quiero morir! ¡Dios mío! »
Empujones. «Padre nuestro que estás en los cielos… « ¡Ahh! » «Mami que es lo
que está pasando». Susurros con plegarias buscando una salvación. « ¡No puede
ser!». Gritos desenfrenados en busca de ayuda. Gente corriendo por todo el
vagón esperando que algún milagro los salve. Plegarias. Sudor que corre por la
cara de las personas asustadas. Lagrimas tristes y secas que escurren por las
mejillas sonrojadas de dulces niños, de mujeres bellas y de ancianos que
aguardan su final. El impacto es inminente y tus sentidos empiezan a
agudizarse. La adrenalina corre libremente por tu cuerpo, no sabes cómo
deberías reaccionar, el shock es persistente, abrumador y no te deja ni hablar.
El hombre que te observaba hace rato no aparta sus ojos de los tuyos, y
continúa sonriéndote con esa malicia incontenible e indeseable. Con esa maldad
única e irrepetible. Tú lo miras con rareza y cuando menos te lo esperas mueve
los labios y dice:
–Este
viaje resultó agradable, hace algo de frio pero se está a gusto aquí ¿No crees?
Sus
palabras te confunden, y un sentimiento de ira viaje por tu cuerpo, piensas: «qué rayos le pasa a este imbécil, cómo se le
ocurre decir esas cosas en un momento así».
Deseas golpear a ese hombre. Te levantas, colocas
tus huesudas manos sobre su chaqueta y lo alzas haciendo que sus pies queden
flotando, elevándose del piso y es en ese instante cuando vuelve a hablar.
Dice:
–Pecado,
pecador. Muchacho yo sé que te gusta este viaje. Es intenso. Lleno de las
emociones que no te da tu aburrido trabajo o ¿me equivoco? En fin, mi parte
favorita a continuación.
Levantas
el puño dispuesto a golpearlo repetidas veces con ira y sin piedad. Sabes que
en parte tiene razón y su sonrisa es detestable, él te observa y no se inmuta,
tú sueltas el golpe y cuando tu puño impacta en su cara pierdes la conciencia.
El choque ya se ha dado.
***
Despiertas.
Abres los ojos lentamente y sientes caliente el rostro. Yaces en el suelo un
tanto aletargado, cubierto de múltiples escombros. Oyes a lo lejos una gran
cantidad de sirenas. Deduces que son de ambulancia y crees esperanzadamente que
vienen a rescatarte.
Al
recuperar la conciencia un poco más descubres un gran charco de sangre debajo
de ti, creciendo, irrigando el piso, convirtiéndose en un lago rojo más y más
grande. Haciéndose gigantesco. Devorando el color original del piso que tocas
intentando ponerte de pie sin conseguirlo. La sangre debajo de ti te pertenece,
pero no eres el dueño total de aquello porque es sangre mezclada. Sangre
proveniente de otros pasajeros que mueren con lentitud alrededor de donde tú
estás.
El
levantarte ya no es una opción posible. No puedes debido a que al despertar y
recuperar la conciencia completamente, te diste cuenta del enorme tubo de acero
que te atraviesa el estomago. Ese lugar es por donde sale el líquido preciado
que te permite vivir y que a cada segundo se agota en tu interior, llevándote a
una muerte sumamente lenta y agonizante.
Buscas
al hombre al que golpeaste por todos lados sin encontrarlo. No ves a nadie, sin
embargo escuchas los desesperados lamentos de dolor que provienen de todas
partes, de todas direcciones.
Afuera llueve, lo puedes escuchar, sabes que
el violento nubarrón que viste a lo lejos ya se encuentra encima de la ciudad,
inundando sus calles, sus parques, sus casas virreinales, su arquitectura
modernista, sus edificios urbanos, sus caros departamentos, sus chozas
construidas de lamina y sus metros desgastados que colisionaron y que al estar
destrozados permiten que algunas gotas de lluvia caigan sobre tu frente. El
humo se eleva pero no te permite ver nada. Con tus últimas fuerzas gritas,
pides ayuda, deseas que alguien llegue y sea tu salvación pero nadie acude,
estás solo.
Piensas
que no te queda mucho tiempo y hubieras deseado que tu muerte no fuera en un
vagón de metro y a tan pocos metros de tu hogar. Sarcásticamente dices:
–Qué
muerte tan digna.
Cierras
los ojos poco a poco pero ahora tu situación ha cambiado. No los cierras para
tomar una siesta, sino para dormir por la eternidad. Dormir y nunca volver a
despertar. Irte del mundo de la misma forma en la que llegaste. Apartarte de tu
cuerpo y dirigirte hacia lo desconocido.
Das
tu aliento final de vida y luego sientes fresca la cara, como revitalizada, y
las manos mojadas, frías; todo se olvida. Tus memorias pasan delante de ti como
ráfagas de viento, suspiros en una noche invernal. El mundo se torna negro,
borroso y vuelves a abrir los ojos, sin recuerdo alguno. Te ves reflejado en un
sucio espejo de baño. Tu mirada se observa cansada y sin sentido, estás harto
del trabajo: revisar papeleo, hacer llamadas, realizar hojas de cálculo,
escuchar a tu jefe insultando a todos, y recibir reclamos y regaños absurdos de
acciones que sabes que no has cometido, sin embargo, el queridísimo e “imbécil”
del jefe, el cual se siente dueño de tus acciones, soberano de tus actos, amo y
señor de tu pago quincenal, alfa y omega de tu destino laboral, no tiene a
quién más culpar…
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