lunes, 15 de octubre de 2012

De noctívagos y noches de modorra (III).


III

“Qué andas tú haciendo por acá a estas horas”, replicó un ser escondido entre las sombras al mantener firme su mano contra el hombro de Ernesto. “Nada en especial, creo que me he perdido”, dijo asustado, impresionado tras sentir la helada mano del hombre acariciándole el hombro con una sutileza inexpresable. “¿Te has perdido, o no te has encontrado?” contestó el ser nocturno. Ernesto no respondió al cuestionamiento como si las palabras lo traicionaran y se escurrieran de su boca al tratar de expresarlas con sus tímidos labios hundidos.

            El individuo errante trató de portarse amable y comenzó a señalar la ubicación de los lugares más cercanos: desde la fuente de piedra y mosaicos con la imponente figura de un fiero león de la sábana africana, hasta la tienda de Don Rigoberto, hombre que gusta de ofrecer una servicio las veinticuatro horas y que se aparece en la tienda por sorpresa al detectar un posible comprador hurgando entre sus productos. La inmensa barba del interlocutor noctámbulo centró su atención y empezó a imaginarse formas ocultas en la negritud de su barbilla. El hombre hablaba y hablaba, pero Ernesto ya no escuchaba o no pretendía escuchar nada en absoluto, puesto que las palabras se le deslizaban por los oídos hasta quebrantarse con el piso o con cualquier otro objeto inanimado. La figura de la criatura humanoide se difuminó conforme hablaba, y antes de partir, con la celeridad de un rayo, prendió un cigarrillo sin filtro y se despidió de manera cortés y amable. “Recuerda mis palabras, no te pierdas en la inconsciencia de los sentidos, no olvides los caminos que te señalé”, dijo mientras caminaba en sentido contrario a Ernesto hasta desaparecer, con el canto barítono de los grillos, en la penumbra estéril de las calles veladas de una ciudad sin nombre.

            Ernesto Serrano no reaccionó sino hasta escuchar el sonido de un montón de ramas que se precipitaron al otro lado de la calle. No se inmutó ni un instante hasta que el chirrido molesto retumbó en sus oídos con terrible furia. Caminó hacia el sonido, como atraído por lo desconocido, hasta encontrase con una luz de estrellas oculta detrás de una rimero de arboles. Era un anuncio. “Bienvenidos al lugar donde no encuentran lo que buscaban y terminan llevándose lo que querían”, se leía en el anuncio que brillaba con una incandescencia despampanante. Ernesto se acercó al lugar. Vislumbró la entrada al establecimiento y sin dudar, penetró por la puerta y localizó de inmediato un mostrador. No había nadie. Admiró de un lado a otro la diversidad de productos que se ofrecían en la tienda: papitas, refrescos, chocolates, panes de dulce y salados, huevos, tortillas, leche. Tocó con suavidad el mostrador y al sentir el frio congelante del metal, una voz lo sorprendió desde el otro lado, y unos ojos cansados lo otearon sin cesar. “Bienvenido Ernesto, que necesitas esta noche. Te damos lo de siempre, o deseas comprar algo diferente. Vamos, vamos sin miedo, que en la tienda de Don Rigoberto siempre hay algo diferente que escoger”.

Alan Santos.