III
“Qué andas tú haciendo por acá a estas horas”,
replicó un ser escondido entre las sombras al mantener firme su mano contra el
hombro de Ernesto. “Nada en especial, creo que me he perdido”, dijo asustado,
impresionado tras sentir la helada mano del hombre acariciándole el hombro con
una sutileza inexpresable. “¿Te has perdido, o no te has encontrado?” contestó
el ser nocturno. Ernesto no respondió al cuestionamiento como si las palabras
lo traicionaran y se escurrieran de su boca al tratar de expresarlas con sus tímidos labios hundidos.
El
individuo errante trató de portarse amable y comenzó a señalar la ubicación de
los lugares más cercanos: desde la fuente de piedra y mosaicos con la imponente
figura de un fiero león de la sábana africana, hasta la tienda de Don
Rigoberto, hombre que gusta de ofrecer una servicio las veinticuatro horas y
que se aparece en la tienda por sorpresa al detectar un posible comprador hurgando
entre sus productos. La inmensa barba del interlocutor noctámbulo centró su atención
y empezó a imaginarse formas ocultas en la negritud de su barbilla. El hombre
hablaba y hablaba, pero Ernesto ya no escuchaba o no pretendía escuchar nada en
absoluto, puesto que las palabras se le deslizaban por los oídos hasta
quebrantarse con el piso o con cualquier otro objeto inanimado. La figura de la
criatura humanoide se difuminó conforme hablaba, y antes de partir, con la
celeridad de un rayo, prendió un cigarrillo sin filtro y se despidió de manera
cortés y amable. “Recuerda mis palabras, no te pierdas en la inconsciencia de
los sentidos, no olvides los caminos que te señalé”, dijo mientras caminaba en
sentido contrario a Ernesto hasta desaparecer, con el canto barítono de los
grillos, en la penumbra estéril de las calles veladas de una ciudad sin nombre.
Ernesto
Serrano no reaccionó sino hasta escuchar el sonido de un montón de ramas que se
precipitaron al otro lado de la calle. No se inmutó ni un instante hasta que el
chirrido molesto retumbó en sus oídos con terrible furia. Caminó hacia el sonido, como atraído
por lo desconocido, hasta encontrase con una luz de estrellas oculta detrás de
una rimero de arboles. Era un anuncio. “Bienvenidos al lugar donde no
encuentran lo que buscaban y terminan llevándose lo que querían”, se leía en el
anuncio que brillaba con una incandescencia despampanante. Ernesto se acercó al
lugar. Vislumbró la entrada al establecimiento y sin dudar, penetró por la
puerta y localizó de inmediato un mostrador. No había nadie. Admiró de un lado
a otro la diversidad de productos que se ofrecían en la tienda: papitas,
refrescos, chocolates, panes de dulce y salados, huevos, tortillas, leche. Tocó
con suavidad el mostrador y al sentir el frio congelante del metal, una voz lo
sorprendió desde el otro lado, y unos ojos cansados lo otearon sin cesar. “Bienvenido
Ernesto, que necesitas esta noche. Te damos lo de siempre, o deseas comprar
algo diferente. Vamos, vamos sin miedo, que en la tienda de Don Rigoberto
siempre hay algo diferente que escoger”.
Alan Santos.