viernes, 22 de febrero de 2013

Chico del Brasil.


 
"A vida é uma grande sedução onde tudo o que existe se seduz.
"Clarice Lispector
Me despertaba siempre fatigada tras un maratón de sueños, de día seguía soñando maravillándome con casi cualquier cosa. Me deleitaba con cada palabra nueva que leía, saboreaba con los ojos cerrados las esplendidas guayabas, mientras mis pies desnudos sabían reconocer el paraíso sinuoso entre la arena y la hierba de mi jardín. Aspiraba lentamente el voluptuoso aroma del azahar y eran tan diversas y abundantes las cosas que me causaban fascinación que hasta  mirar un simple desfilar de hormigas representaba para mí un encantador pasatiempo.  Para mí los colores naranja y rosa de los atardeceres nunca se repetían,  sino que eran cada día únicos.  Supervisaba las nubes tendida una hamaca,  tratando de distinguir siluetas y signos en ellas, hasta que el aire frío de la noche me forzaba a entrar a la casa.
Estaban mis sentidos muy despiertos, mi cuerpo era ágil, mi mente aguda. Disfrutaba encendiendo la radio, expectante que sonara una canción que me gustase mucho y siempre ocurría. Siempre ocurrían los milagros.
Tenía catorce años.
Vivía en un pueblo diminuto, donde todos parecíamos haber nacido al mismo tiempo. Estaba en la secundaria y formaba parte de una cofradía tan hermética, de esas que se disuelven al año siguiente. Éramos tres compañeras  de hallazgos, nuestra amistad era tan eterna como el vuelo de un colibrí.
El apareció   intempestivamente, y pronto descubrimos que todo en él era inusual. Tenía diecinueve años, había dejado el secundario para trabajar y ahora retomaba sus estudios, estaba dos grados más adelantado que nosotras. Pronto se hizo popular, tanto en el colegio como con los habitantes del pueblo y sus alrededores. Pese a su presencia, que podía juzgarse a la ligera como altiva, el poseía una gran sencillez. Lo miré muchas veces conversar con los jornaleros, los campesinos, les daba un aventón a todos y los ayudaba a cargar sus pesadas mercancías, a cambio lo dejaban montarse en sus caballos y reía con tantas ganas que contagiaba a quién estuviera cerca.
Aunque gozaba de mucha popularidad dentro del colegio, por su aspecto, novedad y modos tan naturales y dadivosos sólo  brindó toda su confianza a un fiel amigo que le acompañaba a todas partes. Mis dos compañeras cayeron de súbito, rendidas ante  la presencia y encanto del atractivo extranjero. Ellas comenzaron a florecer aceleradamente, cada una empezó a acicalarse con esmero. De una mañana a otra me costó reconocerlas: cabellos con bucles, cintas de colores, pestañas rizadas, y hasta labios abultados llenos de brillo escarchado aplicado con tembloroso pulso. No sólo fueron ellas, sino todas las del colegio: era una epidemia.  Yo  miraba esos fogonazos de nueva vida, con bastante curiosidad, no me perdía ni el más leve detalle.  Era una espectadora.
 Comenzamos a tropezar con él en muchos lugares y tiempos. Para mi asombro, y para júbilo total de mis compañeras  las miradas de él  y de su acompañante flotaban siempre fijas sobre nosotras.  Todo aquello resultaba hilarante, parecía que sus pasos se habían enredado en los nuestros.
Aún no sabíamos nada sobre él, al menos no de su boca. Nada, nada más allá de su punzante presencia. Inevitablemente surgieron rumores de su origen, murmuraciones, más bien fábulas: “ Es un exguerrillero”, “ Mató a un cunaguaro con sus propias manos” , “ Es un mercenario que comercia con oro y diamantes”. “Es el hijo de una india warao y un brasilero”. Todo era válido, parecía que el desataba el ingenio de todos los habitantes del lugar. La imaginación del pueblo llegaba a extremos tremendos.
Se develaron algunos otros detalles, que si resultaron ser ciertos: algunas damas entre rubores osaron confesar que tenía en el cuerpo raras cicatrices y originales tatuajes en fragmentos muy recónditos de su piel, según, ellas mismas habían tenido la fortuna de verles, durante la prodigiosa faena carnal que habían compartido con él. Nos ruborizábamos hasta la medula aquella vez que no pudimos evitar escuchar la narración de otra dama  acerca de su tórrido encuentro,  con él .  Muy especialmente nos brindó  verídicos detalles de su gloriosa forma entregarse al amor, de todos los placeres que regalaban sus manos, y su boca, sus artes paradisiacas  gozosamente impuras y lo más exquisito y perturbador de todo: una descripción muy satisfactoria acerca de un punto soberano de su anatomía, de su lado más primitivo, vedado aún para nosotras.
Tras la sobreabundancia de información,  y su presencia cada vez más penetrante. No existía rincón a donde él no llegase. Estaba en el aire. Intoxicaba, embriagaba: incitante y absoluto.
A todas estas, yo seguía en mi habitual estado de gracia imperturbable. Una tarde de marzo, explorando el armario de mi padre  hallé un libro de poemas muy antiguo, era de Gutierre de Cetina, yo paladeaba cada palabra  con avidez:
Ponzoña que se bebe por los ojos,
dura prisión, sabrosa al pensamiento,
lazo de oro crüel, dulce tormento,
confusión de locuras y de antojos;
No podía imaginar cómo sería ese sentir que revelaban tales versos, tan dulces y al mismo tiempo tan amargos y contradictorios. Estaba en mí jardín con el libro sumida en esta meditación  cuando  le vi pasar. Iba en su muy envidiada bicicleta montañera blanca, vestido a la par: de blanco, pasó lentamente y me miró con fijeza, yo hice lo mismo, no pude evitar mirarle, pues lo veía con la misma concentración y embeleso  que empleaba al ver desfilar las hormigas o como cuando contemplaba las extrañas formas de nubes de atardeceres.
 Siguieron pasando los días y pudimos saber que sus padres eran de Brasil, pero que propiamente él había nacido en plena frontera,  allí donde nace el imponente río Orinoco; así que podía decirse que el pertenecía un poco a esta tierra, a Venezuela. Entre tantos encuentros en el día, y los ya acostumbrados intercambios de miradas,  ellos se fueron acercando y ya no eran dos sino tres. El chico del Brasil y dos amigos se acercaron una tarde con mucha presteza y naturalidad a hablarnos. La simpatía fue instantánea, mis dos amigas revoloteaban a su alrededor, ora inquietas, ora pálidas. Entre risas y sonrojos, la euforia se desbordaba y ellos con los ojos muy brillantes nos platicaban y hacían reír incesantemente.  Mientras  conversaban, yo podía ocuparme a placer, contemplando al chico del Brasil y pude detallar su estampa: era alto, delgado y fibroso, tenía brazos fuertes , ancho de hombros, manos grandes y agrietadas que delataban duros oficios. Su cabello era castaño ondulado y sus ojos  bastante rasgados eran de un color pardo-ámbar-miel, su boca era gruesa y carnosa. Su piel parecía hecha de azúcar levemente quemada. Todo su cuerpo sudaba placer y risas. Su acento era distinto, hablaba portugués y castellano con mucha fluidez. Podía abarcar cualquier tema, desde los resultados del partido de futbol, hasta de cómo el río Caroní moría al fundirse dentro del río Orinoco. Tenía el don de fluir, se adaptaba a todo y nada se adaptaba a él.
Era una “rara avis”  Exudaba selva. Una pieza del exuberante  Amazonas que vino a parar a un pueblecito del centro del país tan pacato y reposado. En esta contemplación nos dieron las seis de la tarde, salí corriendo a mi casa, casi sin despedirme. El tiempo había  pasado sigiloso. El aire, aquella tarde se había enrarecido.
Nuestros encuentros eran diarios, entre clase y clase, nos volvimos inseparables: los tres amigos y las tres amigas. Enseguida fuimos blanco de comentarios malsanos, y muchas señoritas se sentían gravemente ofendidas al verse ignoradas por el atractivo foráneo, y peor aún, heridas en su orgullo tras ser desplazadas por unas simples “niñitas”. Nada de esto era de importancia, aunque ocurrieron varias escenas desagradables, de celos tanto de mujeres, como de hombres totalmente desplazados, nada contuvo esta simpatía perenne. Nadie logró descifrar nunca la real naturaleza de nuestras relaciones.  Uno de los amigos, el primer fiel amigo del chico de Brasil era un brillante estudiante, y poseía un hablar muy ceremonioso, como de caballero andante. Nos decía con voz engolada frases a la manera de: “Chiquillas están siempre muy hermosas como las rosas”. El otro amigo era un  chico muy tímido y muy pobre quién no hacía otra cosa que sonreír, tenía bonitos ojos negros y miraba de soslayo a una de mis camaradas, precisamente a la más vanidosa.  La otra compañera la de los labios más escarchados, por su parte comenzó a encontrarse a menudo “accidentalmente” con el de la voz engolada, el fungía de dependiente de una pulpería-quincallería y ella, caminaba siete cuadras bajo un sol abrasador sólo para comprarle objetos tan imprescindibles como una vela o un alfiler.  Sin embargo, ambas opinaban que el chico del Brasil era el más atractivo, y cada una narraba una historia distinta donde el, de algún modo u otro revelaba sus atenciones e intenciones amorosas hacia ellas, estas historias eran un poco escuetas y teñidas de incongruencias. Pese a esto, en secreto, cada una suspiraba tanto por el tímido como por el de la voz engolada.
¿Y yo?. Todo se retiraba del camino y me dejaba sola, sola frente al chico del Brasil. Aún no se descifraba su interés real. ¿Qué hacía siempre tan próximo, tan cercano?. Yo sabía que miraba y mucho, pero nunca mencioné esto a nadie. Él, ese hombre que quemaba, que palpitaba lleno de vigor,  al cual la ropa parecía estorbarle y no dudaba en cortar pantalones y camisas para andar más a su “aire”. Él, por quienes mis vecinas gritaban cada vez que le veían pasar con sus primos en su carro rústico abierto,  aquellas tardes cuando regresaban del río y  tenía aún  gotitas de agua en su torso desnudo,  y estaba más desvestido que nunca.  Ese, que parecía hechicero: un enigma, un misterio vivo sin respuesta alguna.  
Él,  sí ,el, me miraba a mí, como si algo suyo se hubiese extraviado en mi interior.
En las mañanas no me hacía temblar el frío insoportable de siempre, sino su risa tan cerca de mí, sus labios mudos, o la cadencia de cada una sus palabras. Caminaba a mi lado, a veces en silencio y me miraba hondamente. Se convirtió en un ritual que pasara  frente a mi casa todas las tardes, en su bicicleta o carro rústico, habitualmente desvestido (como siempre) con su mirada desnuda, que me desnudaba a mí también.
Siempre ocurrían los milagros.
Una tarde de septiembre, mientras todos comían caña de azúcar en un jardín baldío. Él se acercó a mí y juntos nos alejamos del grupo, me pidió que cerrara los ojos y abriera mis manos, obedecí con  temor y temblor. Asentó sus dos puños sobre mis palmas abiertas, los posó primero suavemente y gradualmente logró un contacto más fuerte. Su cercanía me hacía sentir un mareo dulzón, porque el olor que desprendía su cuerpo era puro río y selva. Abrió los puños y dejó caer sobre mis palmas tres piedritas, al menos eso sentí que eran. Yo era toda sensación en ese instante: el calor que me transmitía su tacto, me hacía escuchar cada vez más lejos las voces y risas de nuestros compañeros. Me dijo que abriera los ojos y allí pude ver tres pequeños cristales, parecían cuarzos de forma puntiaguda. Eran simplemente preciosos. Me dijo: “son unos casi casi” (casi diamantes) y rió extrañamente, luego me miró con ardor y me dijo “guárdalos muy bien”.  Sus manos se volvieron  a posar sobre las mías reafirmando lo que me había dicho con un gesto. Nuestras respiraciones se acompasaron,  en ese instante  a  través de sus manos me transmitió toda la belleza de su origen,  de esos paisajes indómitos, sensuales y no editados por la mano del hombre, me cedió para siempre esa alegría salvaje, esas ganas de vida que vibraban  en el ímpetu de su sangre.
A la mañana siguiente, supimos que se había marchado. Había regresado a la selva con su familia. Hubo un ensordecedor silencio. Nuestra cofradía se disolvió al pasar de curso, nunca más volvimos a establecer ningún tipo contacto. Y sus dos amigos, tanto el tímido como el ceremonioso abandonaron los estudios para trabajar de obreros en una caballeriza. Ninguno volvió a ser lo que era, parecía que el chico de Brasil se los hubiese llevado en su maleta. En mi caso era distinto, él me había quemado eternamente, me había regalado esa alegría inmortal de Brasil, esa magia que transmutaba la tristeza, la saudade en la más ardiente y jubilosa vida.   Seguía leyendo a Gutierre de Cetina, ya con otro cariz, con otro sabor, continuaba  también examinando la forma de las nubes de atardeceres y esperaba a que sonara mi canción favorita en la radio. A veces, a hurtadillas,  en secreto, abría las palmas de mis manos temblorosas, donde se posaban tres sublimes y auténticos: diamantes.

Por Mariela Cordero García