Esa noche cuando
Lucía se sentó frente a su computadora no podía pensar en otra palabra para
describirse a si misma que no fuera "patética". La razón por la cual
esto ocurría es que dentro de Lucía se habían desarrollado una serie de
acontecimientos órgano-sentimentales que la habían colocado en aquel peculiar
estado.
Cuando Lucía se
levanto aquella gélida mañana de octubre se quedó paralizada, no debido a
alguna condición fisiológica si no que la parálisis que ella sufría era debido
a una, por llamarlo de alguna manera, incomodidad del alma. Verán, cuando Lucía
abrió los ojos y las líneas paralelas que formaban las persianas de su cuarto
con la ventana se definieron en sus pupilas, el pensamiento que arribó como
mensajero matutino a su mente fue que no tenía absolutamente ninguna razón para
levantarse de la cama y "vivir".
Lucía juzgó que
la mejor estrategia era convencerse de la falsedad de este juicio acarreado por
la nubosidad del pensamiento al alba, por lo que comenzó a hacer una lista de
cosas que quería, cosas como "una cámara fotográfica nueva", "un
par de zapatos de tacón alto" y otros sustantivos que la sociedad nos ha
inculcado que al poseerlos se es feliz. Sin embargo pronto se dio cuenta de que
este tipo de cosas no valían la pena ni siquiera que ella parpadeara una vez
más.
Prosiguió y en un
cambio de planes comenzó a pensar en toda la gente que dependía de ella, sin
embargo, de la misma manera que la estrategia anterior había fracasado, esta
estrategia para convencerse de que valía la pena continuar con la farsa diaria
fracasó.
La lista
"personas que me necesitan" fue a hacerle compañía a la lista
"cosas que me harán sentir bien", ambas se encontraban en ese lugar
al que van a parar todos esos pensamientos que juzgamos inútiles, pensamientos
que nos defraudan, pensamientos como "Para el mes próximo habré perdido 10
kilos" o "El próximo año sí voy a estudiar francés".
De alguna manera
Lucía en un momento de inspiración logró dar media vuelta en la cama y se
encontró con la proyección de las persianas contra la pared del cuarto, al
tiempo que el relieve de su cuerpo rompía la simetría de la escena sobreponerse
este a las sombras que habitaban la pared...
Levantó un brazo
con su respectiva mano y abrió los dedos, observó la manera en la que fluían y
convivían la geometría de la sombra de las persianas con las formas curvilíneas
de su anatomía, y fue en este momento en que Lucía experimento una sensación de
lo más particular.
Sintió que ella,
Lucía, había dejado de existir, existían la pared, las persianas, la sombra de
las persianas y las sombras de los dedos, de la mano y del brazo de Lucía, sin
embargo, ella misma Lucía, no existía.
Era un espectador
que observaba la pared y al mismo tiempo habitaba un edificio celular que los
demás edificios celulares llamaban Lucía, pero ella misma, la entidad capaz de
decir "esa es mi sombra y estos son mis dedos" no pertenecía al mundo
de las sombras y los dedos y las paredes.
En ese momento
cayó en cuenta que no existía en el universo entero (el universo de las
sombras, dedos, paredes y gente hecha de células) ni una sola razón por la cual
Lucía (la persona pensante y no la persona celular) debiera pararse e ir a
trabajar, que ella tenía infinitas opciones, una de las cuales era quedarse en
esa cama, en esa posición, con la sombra de su mano en la pared, por el resto
de la eternidad; y otra de las infinitas opciones era levantarse de la cama y
salir al mundo material.
Acto seguido
Lucía se levanto y corrió las persianas, recibiendo un baño de luz dorada sobre
su cara, dispuesta (más que nunca) a vivir la vida, sabiendo que era ella y
solo ella en un acto de suprema autonomía la que lo decidía así, por si misma y
para si misma.
Por José Patiño.