Lo
sabes bien, todo lo que nos desune es en el fondo lo que nos deja vivir tan
bien juntos. Si empezáramos a callarnos lo que sentimos, los dos perderíamos la
libertad.
Julio Cortázar, 62 Modelo para armar.
–Me
fascina el café en toda le extensión de la palabra. Su sabor tan amargo y
acerbo deleita mi paladar tan exigente y en ocasiones quisquilloso a la hora de
saborear alimentos. O dime sinceramente qué piensas, Santiago. Nunca he sabido
cuál es tu sabor o tipo de café favorito. No crees que por ser tu esposa
debería saberlo. ¿A caso quieres que adivine? Quizás por tu personalidad tan
seria y cordial tu tipo de café sea el americano, aunque también tiendes a ser
iracundo y colérico cuando te lo propones, así que puedo suponer que tu café
favorito es el francés. Vamos no seas
tan serio querido. Dame una pista por diminuta que sea y te apuesto a que lo
descubro.
–No venimos a hablar de café,
Julieta –contestó una voz ronca y cortante.
Las palabras se distorsionaban en la
complejidad del café Libertad con el sonido despampanante de la gramola
desgastada que descansaba sobre una pared con un ventanal gigante, y una preciosa
vista a un jardín de girasoles.
Me dices que te marchas y mi mundo
se derrumba,
Me dices que ya no me quieres que
te vas de mí,
Yo que todo me lo creo cuando tú me
hablas,
Me siento triste porque pienso que
no eres feliz…
–Tampoco tienes que ser así de
cortante conmigo, Santiago. Las mujeres somos muy sensibles a estímulos de esa índole.
Así que por favor ya dime para qué me citaste en este café.
Recuerdas que aquí fue cuando nos besamos por primera vez hace tantos años y
memorias. Tú te veías tan guapo y robusto. Yo tan perfecta e ingenua. Me
sacaste a bailar y el olor de tu cuerpo junto al mío resultaba tan dulce y
deleitoso que casi muero en ese instante. Y luego revivir, renacer, en el
momento justo en el que tus labios se precipitaron contra los míos
transformándose en un torbellino de sensaciones que jamás olvidaré.
–Sí. Lo recuerdo muy bien –respondió
Santiago.
Yo
sé que tú me amas y que no quieres perderme. El mesero se acercó lentamente
a la mesa de Julieta y Santiago. Colocó suavemente un café americano expreso y
un chocolate espumoso. Deslizó algunos sobres con azúcar y dos cucharas
desapareciendo entre las mesas y sillas de madera robusta para atender las
demás órdenes que lo asechaban impacientes. Qué
tienes tanto miedo cuando me alejo de ti. Santiago levantó una cuchara y
comenzó a revolver su chocolate. Lo alzó a la altura de su pecho y agachó un
poco la cabeza para probarlo y descubrir lo abrasador del líquido burbujeante.
Julieta lo veía atenta, esperando su próximo movimiento. Preocupada y sin
entender la razón por la que se encontraban en ese lugar con un ambiente tan
tenso, tan rígido, acompañado de canciones melancólicas de José José resonando
en sus oídos. Ya no sé que hacer mi vida
para convencerte. Santiago levantó la mirada y la observó directamente a
los ojos. Ella se sintió indefensa, desamparada, despojada de su privacidad. Percibió
la mirada de su esposo, como si pudiera verla tal cual es para espetar su
cuerpo. Como si pudiera atravesar la diafanidad de sus pupilas y desnudarla
hasta adentrarse en la profundidad de su existencia develando sus secretos más
insondables.
–Santiago por favor. Te lo ruego
dime qué esta pasando. Si quieres hablar, habla pero no me veas de esa forma
que me perturbas y alborotas.
Que
yo te quiero más que a nadie, siempre te querré .Julieta esperaba ansiosa
una respuesta de su marido. Deseaba escucharlo y sacar de su organismo la
preocupación que la estaba consternado desde el instante en el que entró al
café y lo vio tan seco, tan distante, sentado leyendo el periódico. Desde que
ella se sentó y él bajo el diario colocándolo en la mesa y levantándose rumbo a la gramola para colocar
una moneda y escoger una canción.
–…
–Dímelo
Santiago.
–…
–Sabes
que me pone de nervios cuando no me hablas y yo quiero escuchar tu voz
diciéndome: «no te preocupes
amor no es nada. Sólo estamos aquí para convivir un rato agradable tú y yo». Pero sé que esa no es la razón así que si tienes algo que decir,
dilo.
No me digas que te vas.
No me digas que te vas.
–Sé
que me has engañado Julieta –dijo Santiago incisivo.
La
cara de Julieta se tornó pálida, descolorida. Un mar de pensamientos
entrecortados deambuló por su cabeza. Y como reacción instintiva titubeó algunos
segundos y comenzó a retozar con su cabello negro dándole vueltas sobre sí mismo.
De qué sirven tus
palabras son mentiras nada más.
–Quién
te dijo esas mentiras, querido. Sabes que yo sólo tengo ojos para ti. Cinco
años de casados no son en vano Santiago, por favor no te pongas a dudar de mí
porqué me lastimas.
–…
–Santiago
escúchame te lo ruego. Vamos a aclarar las cosas y así podremos regresar a la
casa y tomar un baño caliente. Al fin y al cabo la niña se encuentra con su
abuela todo el fin de semana. Si quieres hasta te puedo dar un masaje de los
que tanto te gustan.
No me digas que te vas.
No me hables por hablar. Santiago agachó la cabeza y miró el
vapor oscilante de su chocolate. Blandió su mano izquierda. Tomó con la derecha
su dedo anular y jaló el anillo de matrimonio con una cierta brusquedad para colocarlo frente a Julieta. Ella se
quedó atónita ante tal acción y de repente las lágrimas brotaron como cascada
por su rostro.
–Qué
estás haciendo Santiago. Cómo me puedes hacer esto a mí. A la niña. Piensa en
tu hija por el amor de Dios.
–…
–Carajo
Santiago no me trates así. Sabes que yo te amo más que nada en este mundo.
–Mientes
–resopló Santiago con frialdad.
No me digas que te vas.
No me digas que te vas.
–Santiago
entiende que te amo y sé que tú me amas. Resolvamos esto amor mío, gordo de mi
alma. Esto es solo un malentendido. Vamos, no puedes arruinar toda nuestra
historia, nuestra vida por un simple rumor.
Te conozco y yo sé bien
que nunca tú me dejarás.
–…
–Te
amo Santiago –dijo Julieta limpiándose las mejillas rosadas con una
servilleta–. Por favor entra en razón. Realmente me crees capaz de hacerte eso
a ti, al hombre que amo con todo mi ser.
–…
–Recuerda
las palabras que siempre me dices. Que me amas, que no puedes vivir sin mi, que
yo soy tu razón de existir. Dímelas ahora Santiago. Sabes que ni tú ni yo
podemos vivir separados. Somos uno solo que no puede hallarse en este mundo sin
el otro.
Santiago
se erigió y miró fijamente a Julieta. Sacó su cartera y dejó caer un billete
verdoso que rebotó en la mesa. La contempló tan débil, tan propensa a la
fragilidad como una muñeca de porcelana. Le dio el último sorbo a su chocolate
y musitó algunas palabras en silencio. Las reflexionó y con una mirada hundida
en el rostro de Julieta se las manifestó con certeza y autoridad:
–A
la mierda lo que te dije, no significa nada ya.
Alan Santos.