lunes, 14 de enero de 2013

Amor en cuatro tiempos (Primera parte).


Lo sabes bien, todo lo que nos desune es en el fondo lo que nos deja vivir tan bien juntos. Si empezáramos a callarnos lo que sentimos, los dos perderíamos la libertad.
 

Julio Cortázar, 62 Modelo para armar.

 
Fuck what I said it don´t mean shit now.

–Me fascina el café en toda le extensión de la palabra. Su sabor tan amargo y acerbo deleita mi paladar tan exigente y en ocasiones quisquilloso a la hora de saborear alimentos. O dime sinceramente qué piensas, Santiago. Nunca he sabido cuál es tu sabor o tipo de café favorito. No crees que por ser tu esposa debería saberlo. ¿A caso quieres que adivine? Quizás por tu personalidad tan seria y cordial tu tipo de café sea el americano, aunque también tiendes a ser iracundo y colérico cuando te lo propones, así que puedo suponer que tu café favorito es  el francés. Vamos no seas tan serio querido. Dame una pista por diminuta que sea y te apuesto a que lo descubro.
            –No venimos a hablar de café, Julieta –contestó una voz ronca y cortante.
            Las palabras se distorsionaban en la complejidad del café Libertad con el sonido despampanante de la gramola desgastada que descansaba sobre una pared con un ventanal gigante, y una preciosa vista a un jardín de girasoles.

Me dices que te marchas y mi mundo se derrumba,
Me dices que ya no me quieres que te vas de mí,
Yo que todo me lo creo cuando tú me hablas,
Me siento triste porque pienso que no eres feliz…

            –Tampoco tienes que ser así de cortante conmigo, Santiago. Las mujeres somos muy sensibles a estímulos de esa índole. Así que por favor ya dime para qué me citaste en este café. Recuerdas que aquí fue cuando nos besamos por primera vez hace tantos años y memorias. Tú te veías tan guapo y robusto. Yo tan perfecta e ingenua. Me sacaste a bailar y el olor de tu cuerpo junto al mío resultaba tan dulce y deleitoso que casi muero en ese instante. Y luego revivir, renacer, en el momento justo en el que tus labios se precipitaron contra los míos transformándose en un torbellino de sensaciones que jamás olvidaré.
            –Sí. Lo recuerdo muy bien –respondió Santiago.
            Yo sé que tú me amas y que no quieres perderme. El mesero se acercó lentamente a la mesa de Julieta y Santiago. Colocó suavemente un café americano expreso y un chocolate espumoso. Deslizó algunos sobres con azúcar y dos cucharas desapareciendo entre las mesas y sillas de madera robusta para atender las demás órdenes que lo asechaban impacientes. Qué tienes tanto miedo cuando me alejo de ti. Santiago levantó una cuchara y comenzó a revolver su chocolate. Lo alzó a la altura de su pecho y agachó un poco la cabeza para probarlo y descubrir lo abrasador del líquido burbujeante. Julieta lo veía atenta, esperando su próximo movimiento. Preocupada y sin entender la razón por la que se encontraban en ese lugar con un ambiente tan tenso, tan rígido, acompañado de canciones melancólicas de José José resonando en sus oídos. Ya no sé que hacer mi vida para convencerte. Santiago levantó la mirada y la observó directamente a los ojos. Ella se sintió indefensa, desamparada, despojada de su privacidad. Percibió la mirada de su esposo, como si pudiera verla tal cual es para espetar su cuerpo. Como si pudiera atravesar la diafanidad de sus pupilas y desnudarla hasta adentrarse en la profundidad de su existencia develando sus secretos más insondables.
            –Santiago por favor. Te lo ruego dime qué esta pasando. Si quieres hablar, habla pero no me veas de esa forma que me perturbas y alborotas.
            Que yo te quiero más que a nadie, siempre te querré .Julieta esperaba ansiosa una respuesta de su marido. Deseaba escucharlo y sacar de su organismo la preocupación que la estaba consternado desde el instante en el que entró al café y lo vio tan seco, tan distante, sentado leyendo el periódico. Desde que ella se sentó y él bajo el diario colocándolo en la mesa  y levantándose rumbo a la gramola para colocar una moneda y escoger una canción.
      –…
–Dímelo Santiago.
–…
–Sabes que me pone de nervios cuando no me hablas y yo quiero escuchar tu voz diciéndome: «no te preocupes amor no es nada. Sólo estamos aquí para convivir un rato agradable tú y yo». Pero sé que esa no es la razón así que si tienes algo que decir, dilo.
No me digas que te vas. No me digas que te vas.
–Sé que me has engañado Julieta –dijo Santiago incisivo.
La cara de Julieta se tornó pálida, descolorida. Un mar de pensamientos entrecortados deambuló por su cabeza. Y como reacción instintiva titubeó algunos segundos y comenzó a retozar con su cabello negro dándole vueltas sobre sí mismo.
De qué sirven tus palabras son mentiras nada más.
–Quién te dijo esas mentiras, querido. Sabes que yo sólo tengo ojos para ti. Cinco años de casados no son en vano Santiago, por favor no te pongas a dudar de mí porqué me lastimas.
–…
–Santiago escúchame te lo ruego. Vamos a aclarar las cosas y así podremos regresar a la casa y tomar un baño caliente. Al fin y al cabo la niña se encuentra con su abuela todo el fin de semana. Si quieres hasta te puedo dar un masaje de los que tanto te gustan.
No me digas que te vas. No me hables por hablar. Santiago agachó la cabeza y miró el vapor oscilante de su chocolate. Blandió su mano izquierda. Tomó con la derecha su dedo anular y jaló el anillo de matrimonio con una cierta brusquedad para colocarlo frente a Julieta. Ella se quedó atónita ante tal acción y de repente las lágrimas brotaron como cascada por su rostro.
–Qué estás haciendo Santiago. Cómo me puedes hacer esto a mí. A la niña. Piensa en tu hija por el amor de Dios.
–…
–Carajo Santiago no me trates así. Sabes que yo te amo más que nada en este mundo.
–Mientes –resopló Santiago con frialdad.
No me digas que te vas. No me digas que te vas.
–Santiago entiende que te amo y sé que tú me amas. Resolvamos esto amor mío, gordo de mi alma. Esto es solo un malentendido. Vamos, no puedes arruinar toda nuestra historia, nuestra vida por un simple rumor.
Te conozco y yo sé bien que nunca tú me dejarás.
–…
–Te amo Santiago –dijo Julieta limpiándose las mejillas rosadas con una servilleta–. Por favor entra en razón. Realmente me crees capaz de hacerte eso a ti, al hombre que amo con todo mi ser.
–…
–Recuerda las palabras que siempre me dices. Que me amas, que no puedes vivir sin mi, que yo soy tu razón de existir. Dímelas ahora Santiago. Sabes que ni tú ni yo podemos vivir separados. Somos uno solo que no puede hallarse en este mundo sin el otro.
Santiago se erigió y miró fijamente a Julieta. Sacó su cartera y dejó caer un billete verdoso que rebotó en la mesa. La contempló tan débil, tan propensa a la fragilidad como una muñeca de porcelana. Le dio el último sorbo a su chocolate y musitó algunas palabras en silencio. Las reflexionó y con una mirada hundida en el rostro de Julieta se las manifestó con certeza y autoridad:
–A la mierda lo que te dije, no significa nada ya.
 
Alan Santos.