Monserrat
amiga del vecino y dueña de la tienda de lencería, siempre cierra a las siete
en punto su local. Se hace veintidós minutos de la tienda a su casa, sin contar
los días en los que el tráfico es insoportable y los limpia parabrisas llueven
como cascada sobre los vidrios de los automóviles. Cuando arriba a su hogar
siempre lo encuentra solo, por lo que la mayoría de las veces hace lo que le
plazca con la casa. Aquella vez decidió invitar a unas amigas para festejar su
futura boda, la cual estaba tan próxima que se podía oler el champagne y
saborear el pastel de bodas en la boca.
Las amigas arribaron a la casa
con prontitud y entre copas y canciones de Timbiriche, a alguna de las mujeres
más animosas se le ocurrió llamarle a uno de sus amigos por teléfono para que
trajera una manada de hombres y reavivara la reunión. Los hombres se
aparecieron cual bandada por la puerta, y al entrar, encendieron la velada con
su masculinidad congénita.
Monserrat disfrutaba de la jarana como si esta fuese la última de su vida. Bebió menjurjes y mezclas
extravagantes, bailó de formas que en sus cinco sentidos nunca se le hubiesen
ocurrido bailar. Y conoció a un sujeto
guapo y sensual que la invitó a bailar y con quien comenzó a entregarse a la
pasión y los deseos carnales. Se manducaron los labios con celeridad, y
mientras se desvestían el uno al otro, el delirio los llevó hasta el cuarto de
ella en el segundo piso. Abrieron la puerta, y de la habitación sólo salió un
fuerte grito inesperado. Era su prometido semidesnudo sobre otra mujer. El
silencio se propagó en el ambiente cual ventisca helada. Lo peor fue que la tipa
aquella tenía ropa interior provocadora, misma que Monserrat vendía en su lencería
todos los días.
Alan Santos.