Aunque aún no comenzaba el verano, por la tarde el sol, ya mantenía tibia la hierba de
los prados, los alumbraba en un gesto cálido y complaciente, con un candor somnoliento
pletórico y difuso, que aquietaba los
repentinos vientos, vaporizando el dócil rumor que se ruborizaba entre las
ramas.
Por encima, en el más azul de
todos los cielos, tal vez en el cielo esplendo de creta, las nubes aparecen danzando
altivas, yo lo sé, prometen ser generosas, mientras esponjándose se
regocijan mirando el pardo tono de las
higueras, en una mezcolanza de moléculas de hidrógeno venusino y ángeles y
arcángeles licuándose y condensándose; estas
nubes, como criaturas adánicas, boreales y blandas de pronto… se aparean, irrumpiendo en la silenciosa vastedad de un desierto profundo y azulado, sudan y serpentean, a instantes con
bravura, otras tantas con desconcertante ternura, parece que se montan unas
encima de las otras, como mamíferos húmedos y humeantes, como insectos
cristalinos y jadeantes, habidos de una certeza efímera, una certeza de espuma,
que al mirar de pronto a Baco, inconteniblemente, se esfuma.
Pero algo ocurre abajo, en la
tierra, en los estratos en que se depositó el polen durante el diluvio, en una
porción de tu península, justo en la noble rivera donde cultivas la seda, en la
que de forma onírica y entre poética tiniebla, se gesta la uva, el sonido,
y el murmullo, ese gemido indescifrable de
tu flora y de tu fauna, de tus paramos helénicos, donde crecen y decrecen arroyos alquímicos y oscuros, de los que se
desprenden vivas y armónicas transpiraciones que exhalan tus oraciones femeninas, tu andar taciturno y
nostálgico, tu respirar, tus vientos, tus enojos y sonrojos, las arboledas tornasoles
de tu intima inquietud.