domingo, 5 de mayo de 2013

Aestiva tempora


Aunque aún no comenzaba el verano, por la tarde el sol, ya mantenía tibia la hierba de los prados, los alumbraba en un gesto cálido y complaciente, con un candor somnoliento  pletórico y difuso, que aquietaba los repentinos vientos, vaporizando el dócil rumor que se ruborizaba entre las ramas.

Por encima, en el más azul de todos los cielos, tal vez en el cielo esplendo de creta, las nubes aparecen danzando altivas, yo lo sé, prometen ser generosas, mientras esponjándose se regocijan  mirando el pardo tono de las higueras, en una mezcolanza de moléculas de hidrógeno venusino y ángeles y arcángeles licuándose y condensándose;  estas nubes, como criaturas adánicas, boreales y blandas de pronto…  se aparean, irrumpiendo en la silenciosa  vastedad de un desierto profundo y  azulado, sudan y serpentean, a instantes con bravura, otras tantas con desconcertante ternura, parece que se montan unas encima de las otras, como mamíferos húmedos y humeantes, como insectos cristalinos y jadeantes, habidos de una certeza efímera, una certeza de espuma, que al mirar de pronto a Baco, inconteniblemente, se esfuma.

Pero algo ocurre abajo, en la tierra, en los estratos en que se depositó el polen durante el diluvio, en una porción de tu península, justo en la noble rivera donde cultivas la seda, en la que de forma onírica y entre poética tiniebla, se gesta la uva, el sonido, y  el murmullo, ese gemido indescifrable de tu flora y de tu fauna, de tus paramos helénicos, donde crecen y decrecen  arroyos alquímicos y oscuros, de los que se desprenden vivas y armónicas transpiraciones que exhalan  tus oraciones femeninas, tu andar taciturno y nostálgico, tu respirar, tus vientos, tus enojos y sonrojos, las arboledas tornasoles de tu intima inquietud.