lunes, 20 de agosto de 2012

Fiestas del Carnaval. Río de Janeiro.


1992.



Y se desata la juerga en la ciudad de Río de Janeiro. El carnaval ha llegado con variados y gustosos ritmos de samba, axé y swinguera celebres que deleitan a los incautos visitantes y la gente que está acostumbrada a la fiesta nacional. Las personas zapatean, se divierten, la pasan bien entre canticos ajenos y danzas misteriosas. Y dentro de los blocos el retumbar de los timbales y tambores, hace eco entre las casas y edificios. La jungla de concreto y luces se llena de vida, de fantasías y personas que bailotean desenfrenadas por las gigantescas avenidas y vericuetos más estrechos de la ciudad. En las calles se respira el olor a bebidas alcohólicas; bebidas exóticas y embriagantes, que obligan a sus consumidores a cantar canciones que no conocen. A deleitarse con mujeres extravagantes. La libertad se vive en su máxima expresión, como si los límites de la moralidad y la decencia nunca hubiesen existido. El sexo se respira como algo cotidiano. Y las parejas de enamorados y desconocidos inundan los burdeles, los coches de sonido, y las avenidas y aceras públicas de Janeiro.

            Sin embargo, bajo la sensualidad de los encuentros casuales, sobre la avenida presidente Vargas, yace un cuerpo inanimado. Un mulato sin zapatos ha sido asesinado sin razón aparente. Con la verga de fuera y una cara de satisfacción inmutable, los curiosos lo encuentran desangrado en el piso. Una patrulla se acerca para disipar a los fisgones y entrometidos. La fiesta sigue, se acrecienta, cobra fuerza. La muerte de un pobre hombre no es suficiente para detener el furor desmedido de la verbena popular. El Cristo Redentor luce impresionante bajo el cielo estrellado. Vigila la ciudad, ecuánime, imponente.



Alan Santos.