lunes, 5 de noviembre de 2012

Muerte sobre muerte.


Imagínense como se sintió Federico cuando descubrió, al abrir los ojos, que ya estaba muerto. Un hálito de desesperación y tristeza le recorrió el cuello y al voltear, descubrió a su esposa recargada, con un rosario en la mano, sobre la cama donde se apreciaba un cuerpo inerte y desprotegido. Ese soplo en el cuello era caliente, espeso, como un chorro de vida que se esfumaba para siempre con el viento. Intentó soplar y sólo exteriorizó un asombro tremendo al observar que nada salía por su boca. “Los muertos no respiran, no seas tonto”, se dijo a sí mismo mientras se daba golpecitos en la cabeza. No sentía dolor alguno. “Con que ésta es la muerte”, dijo en un monologo sin audiencia, seco y para sí. Qué aburrida la muerte, qué aburrida. Todo se termina como empieza: un día estás ahí, sonriéndole a la vida y disfrutando de una coca-cola con hielos y una charla de mil horas con los amigos y parientes sobre temas irrelevantes porque la vida es efímera, y al otro estiras la pata y se acabó; y entonces descubriste que no hiciste nada de tu vida y te entristeces, lloras y pataleas, luego se te pasa, das el último aliento, y ves la luz.

            Un sinfín de lucecillas de múltiples colores rondaron por el alma de Federico, la cual yacía indiferente sobre su cuarto, el cuarto de la casa donde alguna vez durmió con su esposa y donde veía la televisión, las noticas y por supuesto el fútbol, nunca puede faltar el fútbol. Las lucecillas verdes, azules, anaranjadas, lo levantaron hacia el infinito y cuando llegó al cielo, se halló a sí mismo repleto de un montón de almas, espíritus inmutados que daban vueltas de un lado a otro. Notó una silueta familiar y cuando se acercó, manifestó una sorpresa al encontrarse con su padre, muerto hace más de veinte años. “De modo que este es el cielo”, aseveró Federico. “Más o menos”, respondió su padre, “es más como un ir y venir interminable de almas que giran una sobre otra por la eternidad. Muerte sobre muerte se acumula en este limbo infinito hasta explotar”, dijo el alma de un padre que poseía una mirada perdida, entristecida por dar vueltas sin rumbo durante tanto tiempo. “Qué frustración”, contestó Federico, indignado, preocupado por ese terrible destino. “No es tan malo”, dijo su padre, “es como la vida: te quedas en el limbo, esperando tu turno para llegar al final del camino cuando ¡puff! Tu alma se desvanece y te conviertes en energía y alimentas a alguna estrella lejana. A Raymond, mi amigo desde hace quince años, el cual se hallaba enfrente de mí le sucedió eso hace ya tiempo, un día mientras esperábamos como siempre en la fila. A fin de cuentas hijo mió, así es la muerte por lo que debes irte acostumbrando”, afirmó aquel padre a su hijo mientras observaban, a la distancia, a dos personas, una mujer oronda y horripilante, y a un hombre que parecía ser su esposo, desintegrarse en millones de partículas, como una lluvia de diamantina excelsa  y brillante que alimentará a los astros por la eternidad.
 
Alan Santos.