Imagínense como se sintió Federico cuando descubrió, al abrir los ojos,
que ya estaba muerto. Un hálito de desesperación y tristeza le recorrió el
cuello y al voltear, descubrió a su esposa recargada, con un rosario en la mano,
sobre la cama donde se apreciaba un cuerpo inerte y desprotegido. Ese soplo en
el cuello era caliente, espeso, como un chorro de vida que se esfumaba para
siempre con el viento. Intentó soplar y sólo exteriorizó un asombro tremendo al
observar que nada salía por su boca. “Los muertos no respiran, no seas tonto”,
se dijo a sí mismo mientras se daba golpecitos en la cabeza. No sentía dolor
alguno. “Con que ésta es la muerte”, dijo en un monologo sin audiencia, seco y
para sí. Qué aburrida la muerte, qué aburrida. Todo se termina como empieza: un
día estás ahí, sonriéndole a la vida y disfrutando de una coca-cola con hielos y una charla de mil horas con los amigos y
parientes sobre temas irrelevantes porque la vida es efímera, y al otro estiras
la pata y se acabó; y entonces descubriste que no hiciste nada de tu vida y te
entristeces, lloras y pataleas, luego se te pasa, das el último aliento, y ves
la luz.
Un sinfín de lucecillas
de múltiples colores rondaron por el alma de Federico, la cual yacía
indiferente sobre su cuarto, el cuarto de la casa donde alguna vez durmió con
su esposa y donde veía la televisión, las noticas y por supuesto el fútbol, nunca
puede faltar el fútbol. Las lucecillas verdes, azules, anaranjadas, lo
levantaron hacia el infinito y cuando llegó al cielo, se halló a sí mismo
repleto de un montón de almas, espíritus inmutados que daban vueltas de un lado
a otro. Notó una silueta familiar y cuando se acercó, manifestó una sorpresa
al encontrarse con su padre, muerto hace más de veinte años. “De modo que este
es el cielo”, aseveró Federico. “Más o menos”, respondió su padre, “es más como
un ir y venir interminable de almas que giran una sobre otra por la eternidad.
Muerte sobre muerte se acumula en este limbo infinito hasta explotar”, dijo el
alma de un padre que poseía una mirada perdida, entristecida por dar vueltas
sin rumbo durante tanto tiempo. “Qué frustración”, contestó Federico,
indignado, preocupado por ese terrible destino. “No es tan malo”, dijo su
padre, “es como la vida: te quedas en el limbo, esperando tu turno para llegar
al final del camino cuando ¡puff! Tu alma se desvanece y te conviertes en energía
y alimentas a alguna estrella lejana. A Raymond, mi amigo desde hace quince
años, el cual se hallaba enfrente de mí le sucedió eso hace ya tiempo, un día
mientras esperábamos como siempre en la fila. A fin de cuentas hijo mió, así es
la muerte por lo que debes irte acostumbrando”, afirmó aquel padre a su hijo
mientras observaban, a la distancia, a dos personas, una mujer oronda y
horripilante, y a un hombre que parecía ser su esposo, desintegrarse en
millones de partículas, como una lluvia de diamantina excelsa y brillante que alimentará a los astros por la
eternidad.
Alan Santos.
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