lunes, 3 de septiembre de 2012

Parada del Bus.


 

Me desperté como de costumbre a las seis de la mañana. El bullicio capitalino me levantó como  todos los días: con sus cláxones, gritos desenfrenados, y ruidos intermitentes de  automóviles al pasar. Runrún runrún se escuchaba por mi ventana. Entré al baño aletargado y con una delicadeza y suavidad irresistible, acaricie los bordes de la llave que abrió como un chasquido, la regadera. De ella brotó un líquido frío que se fue matizando hasta volverse caliente, abrasador. Me sumergí en él y descubrí la profundidad de mis pensamientos bajo la lluvia cálida que escurría por mi cara hasta chocar y disiparse en el suelo. Como un androide que se mueve automáticamente, fui limpiando, enjuagando y frotando todas y cada una de las partes de mi cuerpo. El jabón rechinaba pulcro contra mi espalda. El shampoo de frutas se deslizaba por mis cabellos. Y al terminar de asearme, sequé mi figura con la docilidad de un gato siamés.

            Me recosté perdiéndome en la oscuridad de mis parpados, hasta que los ladridos de un perro me hicieron reaccionar como un transeúnte que ha sido sorprendido por un intrépido ladrón. Bajé las escaleras de la casa asimilando el caminar de un zombi, y me serví veloz un plato con cereal y algunos pedazos de plátano cortado. Comí desganado la sustancia sin sabor, admirando el tic toc del reloj que me indicaba que mi tiempo se reducía a pasos agigantados. Dejé los platos en su lugar. Tomé un poco de jugo de naranja, y cogí mi portafolios café cual bólido hasta arribar a la puerta. La abrí; y la puerta crujió. Se escuchó un chillido demencial y la cerré tras de mí, implorando llegar a tiempo a mi destino: la insoportable y eterna parada del bus.

            Corrí azuzado a la parada, y me detuve al perder el aliento frente a una señora oronda y más inmensa que el  mundo. La miré con recelo y sorpresa, y ella lanzó una oteada de desconsuelo. Nos sentamos, juntos, sobre las frías banquitas de metal de la parada, y aguardamos la llegada del transporte colectivo de nuestros anhelos. Observé las apariciones repentinas de varios autobuses que se dirijían a mi destino, pero, en ellos brotaba un problema: iban tan llenos de gente, de masa humana, que las personas salían de las ventanas como cascada. Mi angustia incrementó al observar el mismo patrón una y otra vez. Un autobús, dos, tres, quizás el cuarto se dirigía a otro destino, cinco. Me conmocioné. Los  nervios treparon hasta mis orejas. Y las ganas de que el mundo me tragara y que apareciera por arte de magia frente a mi oficina saludando a mi jefe como el lame botas que a veces soy, me desconcertó. El mundo giró infinitas veces. Hasta que un sentimiento de alegría me invadió al observar un solitario autobús apareciéndose en la otra esquina. Se acercó raudo a la parada, y cuando estuve a punto de tocar la puerta y darle al señor el dinero de mi viaje, la obesa señora se me adelantó y con su terrible masa acaparó todo el espacio sobrante. Lo peor fue la respuesta del chofer ante mi situación tan adversa. “Híjole joven, ya no cabe nadie más. Tendrá que esperar el siguiente”, dijo el maldito. “No se preocupe que ahorita vienen varios más de la base” expresó después de verme tan abatido. “Jódete, maldito imbécil”, respondí iracundo, levantando el dedo cordial de mi mando derecha, y bajando del transporte despechado, a esperar en la parada al siguiente autobús que me transporte a mi destino, sin la odiosa necesidad de compartir espacio, con una gorda inmunda que me respire en la nuca.

Alan Santos.