I
Cuando Ernesto Serrano se despertó en la madrugada, escuchó por la
ventana el crujir intermitente de un montón de ramas. El chirrido se propagó
como ventisca sonora por toda la calle, y aquel ruido estridente se repitió de vez en vez entre el cántico difuso de los
grillos en la penumbra y el maullido aislado de un gato en el tejado. Ernesto
se levantó de la cama sorprendido, atribulado por el extraño retintín que
retumbaba en el exterior. Miró por la ventana con los ojos entreabiertos que se
deslizaban entre el mundo de la realidad y la intempestiva soñolencia, el
soplar silencioso del viento. Se talló los ojos hasta conseguir la nitidez
necesaria para vislumbrar el desgastado poste del alumbrado público que reposaba
en la otra esquina de su calle, y no vio nada. Ni una solitaria alma transitaba
entre las casas de ladrillo cocido y verjas de metal, cubiertas de celosía y
secretos de familias olvidadas. Las nubes cubrían el cielo negro, grisáceo,
mojado. Y la sensación de peligro inminente comenzó a llenar a Ernesto desde el
centro de sus emociones hasta sus extremidades con una desazón incierta y
turbia.
Salió de su cuarto y se
dirigió a la cocina entre el tic toc del reloj que repiqueteaba sin cesar, y la
resonancia del refrigerador que zumbaba constante en las tinieblas. Sacó un
vaso de vidrio cristalino de una repisa donde guardaba sus galletas favoritas,
y se sirvió con presteza un líquido chorreante y espumoso. Lo bebió apresurado
hasta casi ahogarse, y cuando terminó, repitió la acción hasta que la saciedad
abrazara por completo su acongojado cuerpo. La repetición del acto lucía
atemorizante. Ernesto Serrano no dejó de beber el líquido espumoso sino hasta
que el recipiente se vació por completo. Un miedo, un presentimiento terrible
se apoderó de él.
De repente, como una premonición, el crujir de las ramas
regresó a sus oídos. Se asomó corriendo de nuevo a la ventana: no vio nada, no
oyó nada, por segunda vez consecutiva. Su esposa despertó extrañada. “Qué te pasa
Neto. Por qué no puedes dormir”, preguntó consternada. La impresión de escuchar
la voz de su esposa lo hizo dar un pequeño salto en su lugar. La existencia de
otra voz humana en la misma habitación lo exaltó de forma incomprensible. “Qué
no escuchas las ramas”, respondió después de varios segundos. Su esposa se
quedó pasmada con la interrogante. Él interpretó su silencio. “Anda Gabriela,
vuelve a dormir. Voy a la tienda por más leche”, dijo Ernesto con voz cortante mientras escuchaba
maravillado, el rechinido latente de un montón de plantas en la ventana.
Alan Santos.
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