Despertó cuando el quinto rayo de luna acarició su
párpado izquierdo suavemente y la brisa del mar le dejó un sabor de boca
salado. Estaba completamente solo en su pequeña balsa, formada por no más de
veinticinco palitos. Hacía frío y su abrigo yacía en las profundidades del océano;
ni siquiera recordaba qué día lo había perdido porque el tiempo carecía de
sentido para él. Ya no importaba si era lunes, martes, miércoles o qué. Estaban
él y él, ahí sentados esperando ver tierra firme. Sus pies habían olvidado cómo
caminar, y su voz había olvidado su nombre.
Era un náufrago, un pequeño náufrago.
Muchas veces imaginaba que era un pirata en busca
de algún tipo de tesoro escondido en algún tipo de isla, para hacer el viaje más
ameno.
El día que se marchó de casa no le dijo a su madre
que la quería ni le dio un beso. Para ser más precisos, sí había salido en
busca de un tesoro que no tenía nombre ni se parecía a nada que el ser humano
pueda imaginar aún.
Su partida tuvo lugar el 23 de octubre de 2002. Una
noche estrellada como ninguna otra en la que casi podía escuchar los cristales
de las estrellas que clamaban su nombre con suavidad y le decían quedo, muy
quedo -¡Ven! que aquí no estamos destinados a desmoronarnos- Y por alguna razón
se le ocurrió que ir por mar hacia las estrellas era la mejor opción, no
preguntemos por qué, pero así era, sonaba como lo más lógico y congruente.
Sin aviso, lo invadió una tristeza prácticamente
infinita; lo abrazó con tal fuerza que llegó a pensar en bajar de la balsa y
convertirse en parte de los secretos que oculta el mar. Y a lo lejos, en el
horizonte magenta una estrella descendió y flotó hacia él seguida por un
delgado hilo de plata que la mantenía pendiendo del cielo, le informó que estaba cerca y besó su
enrojecida mejilla como si fuera su madre. Una sonrisa saltó a su rostro y tomó
el único remo que le quedaba, avanzando hacia un destino incierto, guiado por
la suave voz de una estrella. Resulta que todo su viaje había sido nocturno,
los rayos del sol jamás se asomaron para guiarlo. Y eso le parecía bien, le
parecía perfecto, inigualable. Único.
Un ruido, y después una gran burbuja que estuvo
cerca de voltear su nave. ¡Ya debía estar cerca! ¡Los confines del mundo le
esperaban! ¡Qué gran emoción invadió su pequeñito corazón de escasos 10 años! Y
todo apuntaba a que su teoría de explorador experimentado era cierta: La tierra
es cuadrada. En algún punto la humanidad inventó que ésta era redonda para que
no se perpetuara ese miedo por caer al infinito, a la nada, a la oscuridad, al
vacío.
Las nubes se arremolinaron en torno a la luna,
creando un tornado estático, inmóvil. Una gran ola se incorporó frente a su
pequeña balsa y vio la cola de lo que aparentaba ser un monstruo marino, que
rugió como un estómago que no ha comido nunca, y dijo “¿Quién eres tú para
pretender acercarte a la última esquina del mundo? ¿Acaso eres tan valiente?
Repito, ¿Quién eres tú?” El
aliento de lo que parecía ser un dragón movió su rojiza cabellera y el pequeño
no supo contestar a la pregunta. -¿Quién soy yo? Podría decirte qué hago, más
no quién soy. Pero intentaré contestar... soy un experimentado marinero, que
fue pirata por más de cien años, el sol nunca calentó mi pálido corazón, y
justamente voy en busca de algo certero, que no se encuentra aquí, no en este
tablero de juego.-
Aquella respuesta dejó atónito al monstruo. siglos
atrás los marineros con gran preparación habían intentado herirlo y en el mejor
de los casos asesinarlo, mas jamás habían contestado a su pregunta. Una pesada lágrima verdosa bajó por su
hocico, cayendo sobre el pequeño, dejándolo sentado en su barca, por la fuerza.
El niño lo miró con sus grandes ojos oscuros, lo analizó muy bien. Se dio
cuenta de que el monstruo sólo necesitaba un amigo y nada más. Le abrazó, y lo
hizo con tanto amor que a la criatura marina no le quedó mas que regresarle el
gesto con un suspiro tan profundo y hondo como el mar, se sumergió de nuevo, le
dio el paso. De su existencia no quedaron mas que los sonidos de las burbujas
que reventaban en la superficie.
Y ahí lo vio, el último horizonte, su barquito
estaba ya con la mitad fuera de la tierra, sólo faltaba un último empujón que
fue proporcionado por una ola. Se dejó llevar. Lo que vio después lo dejó
perplejo: eran miles y miles de cristales, brillaban tanto que tuvo que cubrir
sus ojos con un brazo, ¡jamás había visto tantos! En la ciudad donde solía
vivir sólo se veía una bruma espesa que hacía imposible el avistamiento de los
cuerpos celestes. Quedó maravillado, eufórico. Continuó remando. A lo lejos vio
el grupo de estrellas que lo llamó la noche en que partió de casa, y con
gentileza hicieron ademanes para que las acompañara.
Una melodía metálica formó una corriente que lo
llevó rápidamente y sin titubear hacia su destino. Y cuando llegó, abrazó a
cada una de las estrellas presentes, como si las conociera de vidas atrás y las
hubiera extrañado como se extraña a quien muere inesperadamente. Llenó el vacío
de su corazón, y lloró de felicidad.
Durmió recordando que todo lo anterior había sido
mundano, efímero, pasajero, y que se lo había llevado el viento. Durmió
sabiendo que los horizontes habían desaparecido, que los límites no existían
ya, que vivía con las estrellas. Sintió cuando ensartaron en su espalda el hilo
de plata tejido por las magníficas arañas que tejían el universo y la
existencia. También sintió cuando comenzó a flotar y se convirtió en otra
estrella que brillaría por casi toda la eternidad, y que, cuando se apagara, la
luz viajaría por miles de años para iluminar el planeta del que fue parte una
vez.
Y así se extingue la aventura del pequeño marinero
que guiado por sueños viajó hasta el fin del mundo para colgar de un hilo de
plata por el resto de sus días.
Por Natalia Monterrubio.
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