jueves, 11 de abril de 2013

Andreas. 16/10/09



Escucho estrellarse la llave contra el puño y escudete del pomo de la puerta, es Andreas que abre la puerta de nuestro lujoso hotel de la Herrengasse, aparece ensimismado y cojeando con la cara sombría, la misma que le encontré aquella vez en Grinzing. A pesar de la cojera, su andar es regular e insistente, al igual que su dolor.




Le conocí dos meses antes en el Café Central, a unas cuadras del Teatro de la Ciudad, sentado en una mesa de tres sillas, recargado a su izquierda sobre una columna de mármol, escribiendo endiabladamente en una libreta apenas tan grande como la mía, en su mano una pluma púrpura con terminaciones en oro. Yo entraba apenas, algo deslumbrado por el cambio de iluminación, él desvió la mirada de la libreta, parando en seco de escribir, y como habiéndonos esperado, nuestros ojos se encontraron violentamente. Dí una vuelta con la mirada a las mesas, sabiendo que Andreas no dejaba de enfocarme; dos mesas libres, y sin embargo me encontraba en Viena, habría de darle la primera historia a la ciudad.


Me senté frente a él con un delicado jalar del respaldo. Al acercarme en dirección suya, él ya se había puesto a escribir de nuevo, y para cuando me terminé de sentar el ya me leía su poema en voz alta.


-Ich habe verstehen nicht so gut, doch dein Rythmus ist bedeutsam, (palabra rebuscada que ansiaba usar alguna vez), ich bin mexicanischer, entschuldigung.- Hubo terminado y cuando le expliqué mi dificultad para comprenderle del todo, le pedí que lo leyera más lento -Nicht so schnell bitte- lo que resultó en que captara mucho más el aura oscura de ese poema de media mañana.
-So, what do you think, I've open my Dichtkunst for you. -Prefirió de ahora en adelante dirigirse en inglés con una profunda voz que se atoraba razgando lo hondo de su garganta. Inglés, con excepción de aquella palabra en alemán que me explicó su uso diciendo que prefería ésta contraparte alemana a la burda palabra "poetry" que bien podría ser potery -Now you open your opinions to me.
Y así pasamos una bella mañana, en un café digno de destronar al Café Flore (y sin duda al Tortoni) sólo gracias a nuestro intercambio de ideas, de poesía y una de narrativa muy suya que me sacaba de quicio cuando la traducía al inglés.


Salimos del café y mientras paseábamos silenciosamente por el Hofburg, se estiró con los brazos bien rectos hacia el cielo, cómo si pudiera superar las leyes de su carne y hueso y elevarlos hasta tocar esas pequeñas nubes aborregadas, con sonoridad inesperada preguntó:
-Do you enjoy Mahler?- Con una sonrisa torcida de un lado, ojos bien abiertos y manos regresando a la altura del pecho.
-Of course I do.- Afirmé con un tipo similar de sonrisa al recordar que de noche ayer, al pasar por la Iglesia de los irlandeses y su diminuta plazuela, jóvenes tocaban a Mahler frente a una estatua viviente de un Mozart decaído, como desplazado por la historia.
-We are going to his grave then.
-I'm not surprised to be resting here.- afirmé al plan de forma semitácita, hasta ahora, las pláticas tan cordials, tenían cierta inflexión alargada que me dejaba muy agusto por lo pedantes que podíamos sonar. Sonrío con solo recordar que parecíamos sacados de una película treintera.
-Almost here in downtown Vienna, it is in a town, now a suburb called Grinzing, a place worthy of his legacy, but now, lets just walk a bit.


Y seguimos hasta habernos relatado de todas todas, embobados por la belleza de la ciudad, que aunque él no era nuevo en ella, seguía tan embelezado como yo. Veintimuchos años había vivido en la ciudad y sin embargo, nunca dejaba de frenarse por detalles nuevos, prístinos y sin embargo permanentes. Por lo demás, la ciudad había cambiado abismalmente desde que yo llegara ayer por la noche: hay ciudades que con tan sólo olerlas se te antojan imperiales, París, Londres, Petrogrado, Ámsterdan (hasta cierto punto) pero de la única que no dudaría de éste caracter es Viena, que por la noche es un dulce y penumbroso vals y por el día una vitrina irredenta a los Habsburgo.


Quería picar algo, le dije, así que caminando por la plaza de San Carlos dimos mediavuelta y nos encaminamos al Naschmarkt: un mercado más cercano a mi idea de Estambul que de Europa Central, en plena calle, que después me explicó Andreas, era un viaducto. Encontramos el bazar: especias, platería, vidriería, pero entre todo eso, palachincas, una especie de crepas (que para ese momento comenzaba a cuestionarme la galicidad de las crepas, puesto que ya en México había probado blini polacas y rusas, y una versión miniatura japonesa) enrolladas con gruesa mermelada de frambuesa. Y con eso vino el hambre; y sin más le expresé mis ganas de comida típica vienesa, a lo que respondió
-Then we're going to eat like real Habsburgs.


Strandhaus, me pidió que pidiera lo que se me antojara, y al ver los precios me ví inclinado a pedir más pan y vinagre, tras haber depredado la canastita. Salmón a la plancha, vieiras de todos tipos, cangrejo y langostino; en realidad le dije que me sorprendiera, entendiendo que invitaba, y así fue. Por mi parte, esperaba que nos fueramos a medias, pues era responsabilidad, diciendo el dicho que “si andas con labriegos te encallas las manos:
-Are you really hungry?
-Trully I am
-Then our fest will be trully imperial.- dijo con ese tono tan secuencial que poseía
Mi sorpresa fue evidente al oír la cantidad de platillos, y su atención y delicadeza al pedir los vinos solo la hizo más notoria. Y bien supo que no sabía que pedir, más por el precio que por nada, amablemente pidió, y al pedir me guiñó el ojo como otra oración tácita.


Al terminar con los postres, Apfelschmarrn (pedazos de panqueque caramelizado con almendras y manzana horneadas) y Buchteln (gorditas con azúcar glas y rellenas otra vez de la pesada mermelada de frambuesa). Saciados del todo, pidió la cuenta. Las oraciones tácitas que emanaba parecían escribirse en el aire como sellos. Lo menciono por ser una de las grandes marcas de mi relación con Andreas, aquella posibilidad de comunicación imposible de negar y casi telepática, con que una sonrisa se convertía en un párrafo y un guiño en una explicación.


Salimos a caminar reanudando nuestra marcha y para bajar la comida (me dijo alegremente), esta vez por Neubau y Josephstadt, dos barrios culturales de finales del XIX (aunque esto en Viena es difícil de determinar; el rococó y neoclásico se combinan en cada esquina y al final están siempre los edificios de la etapa republicana, todo entretejido y en completa armonía, una armonía del todo integrista que hallaría únicamente en Buenos Aires).


Y así, nos dieron las cinco en lo que hubiera parecido media hora, pues de no tener el sol escondiéndose tan rápidamente a esta altura del hemisferio habría alargado la caminata hasta llegar a Eslovenia. Llegando a los hospitales sugirió tomáramos un taxi a Grinzing, así que paró uno de esos pequeños Mercedes del año de la canica.


Llegamos al pueblillo en un santiamén. Sin embargo, de nuevo, y no habría de olvidar ese efecto, esta ciudad tenía la capacidad de frenar y acelerar el tiempo y aquel santiamén me sonó a liturgia, credo, rosario y sermón. Y en aquél indeterminado tiempo y conforme avanzábamos al norte, noté cambio de humor, Andreas dejó de hablar y volteaba cada vez más por la ventana, con una mueca intentando ser desdibujada por un fuerte esfuerzo tuyo.
-Rudolfshof, here we are.- Su voz se redujo a las cenizas.


Su historia, haciendo apología a "Dónde habita el olvido" de Sabina, o peor aún "Kupa kızi ve Sinek valesi" de Teoman, (quizá yo tanto en ese momento como ahora, figuré su historia tal como el video de Teoman la presenta, influido por tantas veces haber sentido esa misma melancolía que produce. Incluso ahora que lo veo me produce la misma vaga, profunda y sosiega tristeza) me fue contada con un amargo trago de un joven vino.


Nos encontrábamos en una taberna tradicional del oriente austríaco, un mesón de color amarillo brillante por fuera y de tenues colores barrocos que iban desde el béisch de las paredes con sus molduras color leche, a la madera oscura del negral por dentro. Antes, Andreas ya me había explicado acerca de este viejo lugar: Heuriger es el nombre en alemán para estas tabernas que evocan el completo significado del Gemütlichkeit austríaco: el buen humor, la tranquilidad, la paz interior y exterior.
Pero conforme le saqué a flote el opresor fuera del corazón, la Gemütlchkeit se fue a pique, y por más que la orquesta tocara tras terminar ese monólogo que me dejó ciertamente agotado en sentimientos y perdido en laberintos de cabilaciones al absurdo, él no obtuvo sonrisa, ni se veía que disfrutara lo que (me contó) antaño le apasionaba tanto como ir al café a los poetas parisienses.



Por Sergio M. Đ H. y T.

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